Nuestra Señora de la Luna es la quinta entrega del detective privado Ricardo Blanco, personaje creado por José Luis Correa (Las Palmas, 1962). La saga comenzó en el 2003 con Quince días de noviembre. Después le siguieron Muerte en abril (2004), Muerte de un violinista (2006) y Un rastro de sirena (2009), todas ellas publicadas en Alba. Ha sido traducido a varios idiomas y Ricardo Blanco se ha convertido en uno nuestros héroes de novela negra más internacionales.

El autor, en varias entrevistas, ha asegurado que el escenario de sus novelas se circunscribe a la isla de Gran Canaria porque es un terreno que conoce perfectamente y le permite escribir sin emplear mucho tiempo en documentarse. Eso ha posibilitado que muchos lectores de novela negra alemanes, italianos y finlandeses conozcan los rincones isleños por la lectura de sus obras. Y que, al igual que la Barcelona de Vázquez Montalbán, la Venecia de Donna Leon o Los Ángeles de James Ellroy, Las Palmas de Gran Canaria se haya convertido en el escenario de sus tramas, y la playa de Las Canteras, las romerías del Pino en Teror, la Isleta y hasta el parking de los Reyes Católicos nos sean tan familiares como una comisaría de Hollywood.

El detective Ricardo Blanco ronda los cincuenta años para que su autor camine por terreno seguro y no tenga que especular sobre lo que piensa un adolescente o un abuelo. En su juventud leyó a Nietzsche y a Neruda, pero los interpretó como Dios le dio a entender. Es un pragmático desencantado, que cree que el Kamasutra contiene más verdades que la Biblia. Por eso, para él la realidad es blanca o negra y carece de esperanza. Vivir es estar en crisis permanente y a su edad no quiere más fluctuaciones, al contrario que alguno de sus coetáneos, que se compran un descapotable rojo para pasear a una rubia veinte años menor que ellos o se tatúan sirenas en el bíceps. Le gusta remover los recuerdos despacio, como el azúcar en el café, y tiene problemas para aparcar en los Reyes Católicos (un detalle importante, pues los héroes de la ficción criminal suelen encontrar aparcamiento a la primera). En los interrogatorios deja que le hagan más preguntas de las que él hace, para que nadie se sienta intimidado. Prefiere las enciclopedias a los curas o profesores, porque aquellas no sermonean. Ah, y lo del Facebook o el resto de las redes sociales le importa un comino. En resumen: un mercenario del dolor ajeno, como se define a sí mismo.

Nuestra Señora de la Luna comienza con el deambular de un desconocido por la carretera de Tarifa, posiblemente de regreso de la romería del Pino de Teror. El cuerpo lo lleva plagado de sangre, pero no es suya. El caso le corresponderá al inspector Álvarez, un perro perdiguero que no suelta sus presas con facilidad. Al mismo tiempo, Elsa Iglesias -una mujer que confía más en la intuición que en el trabajo policial- se presenta en el despacho del detective Ricardo Blanco para denunciar la desaparición de su hijo, el periodista Pablo Quesada, aficionado a los libros de Coelho y a otras obras de autoayuda. A partir de ahí, el detective reconstruirá la vida del desaparecido, consciente de que tardará una semana en averiguar lo que a la policía le duraría una tarde. Ambos casos caminarán en paralelo, hasta que el azar o el desarrollo de los acontecimientos o vaya uno a saber qué provoca que se crucen.

En toda la historia sobresale la figura de Colacho Arteaga, abuelo del detective, un paisano que se lamenta de lo quejicas que son los de su generación y que quiere ser enterrado en un rincón del cementerio de Las Palmas para ver los botes de regatas hasta la eternidad. Cuando su nieto le ofrece la incineración y arrojar las cenizas al mar para cumplir mejor esa misión, se niega con esta sentencia: «Desde el agua sólo vería las quillas».

El resto personajes -curas, monjas, marchantes expertos en arte sacro, delincuentes, extorsionadores, mujeres que desprecian a los tipos duros?- caminan por las calles de Las Palmas de Gran Canaria y a veces se detienen a refrescarse con una cerveza acompañada de unas aceitunas con mojo rojo. En todo ese elenco se encuentra un asturiano, que delinquía entre Oviedo y Gijón y fue detenido en Langreo, dando con sus huesos un tiempo largo en Villabona, y que ha desembarcado en la isla para ponerle las cosas más difíciles a nuestro detective.

El autor, con un lenguaje ágil y directo, en párrafos que difícilmente superan la docena de líneas, plagado de ironías y sutilezas, nos conduce por los pueblos de la isla y las calles de la capital en una trama en la que no existen los imposibles, «aunque éstos te asalten el cuello en mitad de la noche». Seguiremos leyendo aventuras de Ricardo Blanco, seguro.