Bloc de notas

Aquel verano del 69

En "Verdigrís", el autor milanés Michele Mari tiñe de nostalgia, fantasía y misterio una memoria literaria de la infancia

Michele Mari

Michele Mari / Ilustración: Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

La frontera entre literatura y realidad es difusa. Para comprobarlo basta con perderse en los laberintos de Michele Mari (Milán,1955), donde a cada paso se percibe un sobresalto y una sombra emerge de un rincón. Mari es un escritor obsesionado con los fantasmas, los grandes personajes de la literatura del pasado, las tinieblas de la infancia, los monstruos de la imaginación, que han ocupado con frecuencia sus obras. Últimamente, y sin ir más lejos, en la inclasificable "Leggenda privata" (2017). En algunas líneas de "Verdigrís" (2007) –la novela que acaba de publicar Muñeca Infinita allanando el camino hacia un gran autor italiano desconocido en España– el lector descubrirá un pastiche entre literatura y vida, y cómo se compenetran obsesivamente. La vida como confirmación de premoniciones literarias, objetos, recuerdos, alquimias que transforman episodios adolescentes en densos misterios: el hombre que habla abiertamente de su yo infantil y llena de vértigo, horror y nostalgia los intersticios de lo desconocido.

Mari ha devuelto a la infancia un carácter cardinal, por algo es su trasunto favorito: el rasgo distintivo de una imaginación en la que prevalece la inspiración narrativa, ese impulso contagioso que se alimenta tanto de palabras como de visiones, de sintagmas además de destellos de color, de adjetivos y significados no del todo expresados o aún por expresar. Para el autor milanés, la infancia es un bestiario grabado por el lenguaje, de innumerables artificios y contorsiones; un catálogo sentimental que combina los excesos verbales con el ímpetu de una conciencia estilística madura. El niño de "Verdigrís" está solo en su investigación de los recuerdos, nadie lo ayuda: ni su abuelo, demasiado ocupado con sus propias cosas como para lidiar con las tonterías del nieto, ni el propio Felice, el misterioso sirviente que está perdiendo la memoria, y surge a veces como un monstruo y otras como un ser indefenso. La duplicidad se prodiga en las páginas de la novela de Mari, heredero de Stevenson, Melville, Borges o Poe, en otras ocasiones de Manzoni y Gadda. A los ojos de Felice, Michelín es él mismo pero también alguien más; nombres o personas surgen del pasado persiguiendo sombras o siendo ellos mismos la sombra de otros nombres o de otras personas. Las historias que el libro va desvelando se prestan inmediatamente a una doble lectura, deudora, por un lado, del recuerdo documentado, por otro, del sueño y de la poesía. El verdigrís que el narrador observa salpicando el viñedo en agosto es el cardenillo de la propia historia.

Desde el mismo título, la novela emerge entre hallazgos de contemporaneidad, de los seriales televisivos o como el propio escritor creo ha citado en alguna ocasión del Carosello: el popular programa televisivo que la RAI emitió durante dos décadas con sketches publicitarios protagonizados bien por actores o por dibujos animados. A medida que avanza la lectura prospera la sintonía del lector con el uso ambiguo que Mari hace de la primera persona y se va familiarizando también con la perspectiva del narrador, un chico de trece años en su viaje de iniciación. La aventura del verano del 69 no es del todo fiable; premeditadamente tampoco resulta veraz la reconstrucción que de ella hace el Michele adulto. Los auténticos protagonistas de la intrincada historia son los fantasmas que la habitan, las obsesiones que se esconden en sus pliegues. La doble voz del narrador se alza sobre una verdad duplicada, y es en el límite entre la realidad y la fantasía donde surge la conciencia a través de la grieta existencial: "Ese verano tenía trece años y medio. Ahora que tengo cincuenta puedo asegurar que nada ha cambiado desde entonces, porque la duplicidad siempre ha sido mi condición; sin embargo, nunca he podido comprobar si mi escisión es sólo psíquica o también ontológica. Según el Felice, convivían en mí un muerto y un vivo: ¿debería considerarme un cobarde si nunca quise llegar al fondo del asunto?" (pag.99). Una divergencia de la que nadie tiene la culpa y tampoco la merece, aunque esta nos convierta a todos de distinta manera en víctimas de nuestra infancia. Hermosa y cautivadora novela con un meritorio trabajo de traducción para que resulte convincente el supuesto dialecto del norte de Italia con que se expresa el infeliz tarado de Felice, un lenguaje no particularmente realista, sino más bien literario, geográficamente amorfo y en parte inventado.

Imagen mari

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Verdigrís

Michele Mari

Traducción de Carlos Gumpert

Muñeca Infinita, 248 páginas, 20,90 euros

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