Marzo, martes 22 de 1808. En tal fecha, cuatro días después de los sucesos de Aranjuez, que se saldaron con la detención de Godoy y la renuncia de Carlos IV al trono de España, el marqués de Caballero, uno de los personajes que más habían influido en la caída, arresto y destierro de Gaspar de Jovellanos en la lejana Mallorca, firmaba en el Aranjuez de los últimos delitos reales un oficio dirigido a nuestro convecino del siguiente tenor:

«Excmo. Señor: El Rey nuestro señor don Fernando VII se ha servido alzar a V. E. el arresto que sufre en ese castillo de Bellver, y S. M. permite a V. E. que pueda venir a la Corte. Lo que de real orden comunico a V. E. para su inteligencia y satisfacción. Dios guarde a V. E. muchos años».

Se ponía así -en cuatro frías líneas, sin ofrecer al «súbdito» cautivo ni una flor ni una palabra de consuelo- fin a siete años de cruel destierro y arresto, que Jovellanos, sin causa ni proceso, sufría desde la noche del 13 de marzo de 1801, por el solo delito y pecado de haber querido y podido pensar, y ofrecer a la humillada España, algunos remedios que las luces de los tiempos habían puesto al alcance de los pueblos de libre pensamiento, pero que, una vez más, como ya ocurriera con anteriores intentos de otros ilustres, la sumisión al trono y la superstición eclesiástica, taras milenarias de nuestro pueblo, fueron más fuertes que las palabras y las razones de las nuevas luces.

Con aquella libertad del 22 de marzo, dieron comienzo los últimos dolores y escasos gozos del anciano preso de Bellver, que habrían de concluir, con nuevo retiro, menosprecio y olvido, y con su vida, tres años y medio después, entre los fragores del cañón y la galerna, en un puerto perdido de nuestra costa.

Aquellas vergonzosas ambiciones y convulsiones, amores y odios, de la real familia, que a Jovellanos abrieron de par en par las puertas del real castillo de Bellver, fueron la causa de que la España, anciana y casi exánime, hubiera de mostrar al mundo, poco menos que en su postrer aliento, su determinación de defender su independencia frente al «dueño» de Europa.

Este 2008, bicentenario de las deshonras borbónicas de 1808, Carlos IV, María Luisa, Godoy, Fernando VII, simas de deshonor difíciles de alcanzar en cualquier tiempo, pero también, bicentenario de la resurrección heroica de un pueblo desgraciado, en la que Asturias tuvo un papel de primera hora, y en el que -generosa mas equivocadamente- ni Gijón estorbó, ni Asturias peleó, ni peleó España, hasta la última gota de su sangre, por sus propios derechos y libertades, sino por el derecho y la libertad del felón Fernando VII, su dueño y señor.

Hace doscientos años la España estuvo a punto de desangrarse por su rey. Hoy, que tenemos dos, uno designado y hereditario, y el otro electivo y temporal, tal es el grado de «personalización» a que la falta de ideales y principios ha llevado a nuestra política, pienso que nadie, de entre el pueblo soberano, estaría dispuesto a desangrarse por los derechos de ninguno de los dos. Eso, al menos, hemos aprendido en estos doscientos años... «Que antes están los derechos y las libertades, colectivas e individuales, de nos, que los de vos».

Habremos de pugnar, en este bicentenario, y dentro del único cauce posible para alcanzar la libertad radical que el pueblo añora sin saberlo, y que no puede ser otro que el cauce republicano, propio también del partido en el poder, por hacer realidad, un día, mejor próximo que lejano, la lección aprendida, también en la carne y desgracias de nuestro Jovellanos.