Opinión | Nuevas epístolas a "Bilbo"

Alabanza de las rutinas

Sostengo, "Bilbo", que uno de los efectos más perniciosos de las medidas antipandémicas residió en la quiebra de las rutinas libremente escogidas. La rutina apetecida funciona como un crucero que nos transporta por mares calmos y océanos trillados. Te lo cuento como lo escribí en los preliminares de aquella publicación que titulé "Haikus y otros pecios pestilentes" (BajaMar editores, 2021).

Uno se las prometía felices. Uno creía, al albur del primer confinamiento pandémico, que dispondría de todo el tiempo del mundo y más para dar rienda suelta a su vena creativa. Uno suponía que podría cobijar a cuantas musas picaran a su puerta y repeler, a la par, a cuantas musarañas trataran de enredarlo. Craso error. Uno olvidaba que el estanco tiempo carcelario, por lo que se cuenta, no servía precisamente de provecho. Uno ya no recordaba que siete años de internado en un seminario conciliar y otro año largo en el servicio militar no destacaron por favorecer su impulso emprendedor ni de coña, ni por asomo. Uno, en fin, no se paró a distinguir durante aquellos días convulsos y tribulados entre el aislamiento voluntario del anacoreta y la confinación impuesta por las autoridades gubernativas. Y es que quien defienda que el jilguero gorjea mejor en la jaula que en la copa del árbol oposita a gilipollas. Quien mantenga que el gorrino disfruta más en la pocilga que hozando en el campo a sus anchas también estudia para ello. Como quien afirme que su perro es más feliz atado que suelto.

El letraherido, enjaulado a la fuerza, se desconcentra, se desconcierta, se desorienta, se desespera. Solo atura a aplatanarse ante el plasma luminoso e histérico de la sala de estar de su casa como un pasmarote o a picotear, indolente, en el móvil, arrellanado en el sofá. O las dos cosas a la vez. Carece de aquella elemental normalidad que regía sus hábitos, que ordenaba sus costumbres, que le proporcionaba el sosiego o el desasosiego básicos para acometer empeños creativos, o productivos como gustan expresarse los entramados mercantiles. Ni leer ni escribir puede durante la encerrona por más que se lo propone. Meses acumula encima de la pequeña ménsula de noche una antigua edición de bolsillo de Seix Barral de la obra de Guillermo Cabrera Infante que por título lleva "Tres tristes tigres". No puede con ella a pesar de su aparente ligereza.

A trancas y barrancas, el letraherido sortea cierres perimetrales, toques de queda, confinamientos domiciliarios, incertidumbres exasperantes, miedos atávicos, verdades a medias, mentiras y gordas, pobrezas esquinadas, soledades desprevenidas, tristezas anatómicas, contagios felones, amarguras estrechas, funerales cóncavos, morgues repletas… y logra componer un manojo de haikus y otros fragmentos pestilentes.

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