Eva Canel, fue un caso de indiano excepcional, no por ser periodista, sino por ser mujer. Las mujeres habitualmente no emigraban. Si el indiano hacía fortuna, que era a lo que aspiraban todos, y podía regresar a la patria, se casaba con alguna moza de su pueblo, bastante más joven que él, o con la sobrina, como en el cuento «La vuelta del indiano», de Álvarez Marrón. Este es el caso más frecuente, como digo, aunque no se debe generalizar. Los matrimonios «por poder» no eran numerosos, como en las emigraciones de los ingleses a Australia, porque el indiano dejaba el casorio para la vuelta y estaba muy mal visto que se casara con una india, con una «prieta» e incluso con una mexicana, aunque fuera blanca. Aquello equivalía, en determinados ambientes, a la «muerte civil». Conozco el caso de México mejor que el de otras repúblicas y lo que podía suceder no sólo por matrimonios con nativas, sino por emparejamientos, por lo que el indiano de turno debía simular ante sus familiares y vecinos y explicar que la nativa era hija de algún aristócrata del lugar con título de barón de santo (y en consecuencia, los vástagos «asturmexicanos») o del general Mengano. Se decía que cuando el indiano se juntaba con una «prieta», ésta, para retenerle a su lado y que no regresara a España, le daba a beber el tolache, que aquí se llamaba «los polvos» o «jicarazo», con los que el pobre hombre quedaba ido como si le hubieran dado con un palo en la cabeza.

Ante estos peligros, el indiano esperaba a regresar a casa para casarse, y la mujer a esperar a su vuelta.

En cambio, hubo muchos, muchísimos periodistas. El principal motivo es que la emigración a las Américas facilitó el nacimiento de numerosos periódicos, que eran una especie de correo sentimental permanente del indiano con la patria. Valle Inclán presenta en «Tirano Banderas» al indiano Peredita leyendo, con devoción impropia de un usurero, el periodiquillo de su tierra. A los periodiquillos de acá, crónicas diminutas de bautizos, bodas y defunciones, se añadían los muchos periódicos de allá, que tenían un carácter más combativo en el aspecto político, y muchas veces eran auténticos panfletos, aunque otras también merengadas expresiones cursis para alimento intelectual y sentimental de la colonia española. Pues como decía don Pío Baroja, la gente de orden desprecia al escritor, pero reverencia la letra impresa. Y como Cuba era la tierra más culta de las Américas españolas, allí era donde había más periódicos.

El Ayuntamiento de Boal acaba de publicar un libro muy representativo de este tipo de periodismo: la «Antología periodística de Celestino Álvarez en "El Progreso de Asturias" de La Habana», preparada y prologada por Moisés Llordén Miñambres y José Manuel Prieto: un libro dignamente editado y modélico de cómo deben hacerse esta clase de trabajos: no en vano Llordén y Prieto son rigurosos y constantes estudiosos del fenómeno indiano.

Celestino Álvarez fue uno de estos beneméritos periodistas que lo mismo escribían ellos solos el periódico entero, que salían a la calle en busca de noticias o de publicidad, que barrían el cuartucho que les servía de redacción. Por lo general, poseían la pedantería ingenua del autodidacto y escribían con cursilería inevitable para halagar el «buen gusto» literario improvisado de los «nuevos ricos» indianos a los que se dirigían. No obstante, en Celestino Álvarez se aprecia una gran contención, que lo hace especialmente aceptable al lado de otras «plumas eminentes» de la emigración indiana, de una cursilería clamorosa. Pero aquellos escritores conocían su oficio: cuanto más cursis y pedantes se mostraban, mejor engatusaban a sus clientes inevitables, los indianos ricos. De esto sabía mucho Alfonso Camín; también lo habrá sabido Eva Canel. Los artículos de Celestino Álvarez son muy breves, no siempre son concisos y aportan referencias y noticias muy importantes y de primera mano sobre personajes, usos, costumbres, etcétera, de la colonia española en Cuba durante la primera mitad del siglo XX.

Celestino Álvarez González nació en Villanueva de Boal el 11 de agosto de 1881. Su padre era natural de esa misma aldea, había vivido en Madrid, donde fue soldado y cochero del marqués de Casariego, y regresó a la capital cuando Celestino había cumplido un año; y su madre, de San Pedro de Vilarello (Lugo), era costurera.

Celestino aprendió las primeras letras en la escuela de la aldea natal y más tarde el oficio de carpintero. Mientras se ejercitaba en este oficio, conoció a un carpintero de Miñagón que había estado en Cuba, y lo que contaba de allá animó a Celestino a embarcar para ver qué había de cierto. Marchó con trece años recién cumplidos, como era normal en la época, desembarcando en el puerto de La Habana en diciembre de 1894. Los comienzos fueron difíciles: no llevaba carta de recomendación ni encontró trabajo como carpintero. Al fin, medio metro antes de llegar a la penuria, un lejano pariente le coloca en una «bodega», comercio de víveres generalmente propiedad de españoles, en la colonia del Ingenio Soberano. Por entonces se libraba la definitiva guerra de Cuba, y el general rebelde Máximo Gómez, que solía aplicar la que él llamaba «la política de tea», quemó el ingenio, por lo que quedó sin trabajo y hubo de emplearse como sirviente o «criado de manos», y, más tarde, como lechero.

En este ingenio había algunos libros, y así leyó el «Quijote», «Los tres mosqueteros» y «El conde de Montecristo», «El Mundo Físico antes de la Creación» y «La bestia humana» de Zola. Cumplidos los diecisiete años, regresa a La Habana, donde vuelve a trabajar en una «bodega» hasta que puede emplearse en la tabaquería de Romeo y Julieta, que pertenecía al asturiano Pepín Rodríguez, de Colloto, ocupando el empleo de lector, que se había establecido desde enero de 1866 y que consistía en que alguien leía desde una tribuna mientras los demás operarios trabajaban. La figura del lector de las tabaquerías merece un libro. Durante la jornada de trabajo los tabaqueros podían fumar cuando quisieran de las labores que fabricaban, y escuchaban las lecturas en voz alta, que iban desde el periódico hasta el «Quijote» o las novelas de Dumas. Este cargo era prestigioso y se encomendaba a personas ilustradas: después de haber sido lector en las tribunas de «La Majagua», «La Habana Elegante» y «Henry Clay», en 1902 sustituyó en la tribuna de Romeo y Julieta, al periodista cubano Víctor Muñoz.

El salto de la lectura a la escritura lo dio Celestino Álvarez de manera bastante natural, haciendo su aprendizaje periodístico en «Renovación» y «El Noticiero», y pasando poco después al legendario «Diario de la Marina», del que era propietario otro asturiano, Nicolás M. Rivero. En 1919, sin abandonar el «Diario de la Marina», se encarga de la dirección de la revista ilustrada «El Progreso de Asturias», patrocinada por la Sociedad de Instrucción Naturales del concejo de Boal. La revista sobrevivió las convulsiones revolucionarias de los años veinte, la dictadura de Machado y la crisis económica del año 29, que en Cuba se hizo notar de manera muy considerable, por su dependencia de los EE UU. Por estos motivos, en su cabecera figuraba la satisfecha afirmación: «Ninguna otra publicación pudo sostenerse tantos años, y éste en nuestro blasón».

Celestino la componía, corregía, maquetaba, ordenaba los grabados, rellenaba los recibos, se entendía con los colaboradores, las más de las veces por carta, etcétera, y su esposa, cuñadas e hijas se encargaban de empaquetar los ejemplares que se enviaban por correo. Y esto sin dejar de trabajar como reportero del «Diario de la Marina».

En el verano de 1946 vuelve por primera (y última vez) a la tierra natal. Y todavía han de pasar años hasta que, en 1954, después de más de cuarenta años en el periodismo, reciba tres merecidos reconocimientos: un pergamino de constancia de la Asociación de Reporteros, otro pergamino y un reloj de oro del «Diario de la Marina», y el homenaje de la tabaquería Romeo y Julieta, que le confirió el título de lector honorario vitalicio y le obsequió con una lapicera fuente (pluma estilográfica) de oro y un café de honor, al que asistieron destacadas personalidades de la vida social.

¿Poco o mucho? Celestino Álvarez, como hombre gordo, era optimista y escéptico, y reconoció que la larga vida le permitió gastar las grandes emociones de asistir al paso de los acontecimientos y sobrevivir a los vendavales económicos y políticos y a los ciclones naturales. Y se le nombró hijo predilecto de Asturias: primer indiano en recibir tal distinción. Murió en La Habana, en 1957.