La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Feos, raros y curiosos: caprichos estéticos de la evolución de la fauna asturiana

El aspecto extraño, poco agraciado o extravagante de algunos animales tiene su razón de ser en su adaptación a ciertos ambientes y estilos de vida

Feos, raros y curiosos: caprichos estéticos de la evolución de la fauna asturiana

La belleza es una apreciación subjetiva -aunque mensurable conforme a ciertos principios estéticos-, que en la naturaleza se suele interpretar en función de su utilidad; es decir, hay estructuras orgánicas que estéticamente pueden resultar desagradables o extravagantes, pero que, examinadas bajo el prisma de su función, son asombrosamente perfectas y, por tanto, bellas. Aunque no es fácil sustraerse a una impresión superficial y evitar la etiqueta de feo o de raro que aplicamos a ciertos animales. La fauna asturiana cuenta con algunas especies de apariencia poco agraciada, estrambótica o peculiar, aunque no figuran, ni mucho menos, entre las más notables por esas cualidades.

Las profundidades marinas abundan especialmente en habitantes extraños. Basten como ejemplo los peces abisales, de cuerpos desgarbados, desproporcionados, con enormes bocas, todo tipo de apéndices, órganos bioluminiscentes... seres de pesadilla, monstruosos, que han inspirado desde antiguo la imaginación y los miedos de los seres humanos. Sin embargo, tanta fealdad tiene su razón de ser: estas criaturas habitan en ambientes sumidos en la oscuridad perpetua y sometidos a fuertes presiones (la apariencia queda relegada por la acomodación a unas condiciones extremas), y donde, además, la comida es muy escasa e impredecible (de ahí la necesidad de no dejarla escapar, haciendo uso de fauces enormes, dientes como sables y señuelos). La estética no tiene mucha cabida en este mundo casi extraterrestre; todo aquí está al servicio de la eficiencia, de sobrevivir. No obstante, la extravagancia no siempre equivale a fealdad. Hay seres raros, originales, que tienen su encanto. Por ejemplo, por seguir en el océano, el pez luna, un gigante de cuerpo en forma de disco que llega a medir 4,2 metros de alto por 3,1 de largo, y pesa hasta 2.268 kilos (es el pez óseo más pesado, superado tan sólo por algunos tiburones y rayas).

Saliendo a la superficie, hay feos "clásicos", que suscitan consenso. Así, los murciélagos, sobre todo aquellos que presentan excrecencias cutáneas, como los rinolofos o murciélagos de herradura. Este grupo de quirópteros debe su nombre a una compleja estructura nasal formada por varias láminas superpuestas: una horizontal, redondeada, en forma de herradura, situada sobre los orificios nasales; otra posterior, de disposición vertical, con forma lanceolada, y una tercera intermedia, la "silla", centrada y unida a la anterior. ¿Y para qué sirve la "herradura"? Su función no es otra que dirigir los sonidos que estos murciélagos emiten para localizar a sus presas y evitar obstáculos mientras vuelan de noche. Este biosonar se denomina ecolocación o ecolocalización.

El desmán ibérico, un peculiar habitante de los ríos de la mitad norte peninsular, es otro feo reconocido. Su cuerpo rechoncho, como de topo, la cola de rata y el hocico en forma de trompa le otorgan, desde luego, una fisonomía inusual. Es la trompa, como parte del rostro, el rasgo que más contribuye a percibirlo como un animal poco agraciado. Sin embargo, ese apéndice, de unos dos centímetros de longitud, constituye una prodigiosa herramienta para la localización de alimento: se encuentra recubierta de vibrisas sensibles y en su extremo aloja el denominado órgano de Eimer, que detecta las vibraciones que produce en el agua el movimiento de las presas del desmán; además, se trata de un órgano móvil, que sirve para remover la grava del fondo de los cursos fluviales donde se ocultan los invertebrados de los que se nutre este curioso "topo de río".

Puestos a buscar adefesios, anfibios y reptiles ofrecen candidatos muy ligados al prejuicio cultural que rodea a estos vertebrados, despreciados por una mezcla de repulsión visceral y miedo ante sus propiedades venenosas (ciertas o exageradas). El sapo común, rechoncho y de piel rugosa y áspera, es el arquetipo de anfibio feo. Esa piel que tanto nos desagrada segrega mucosas venenosas, más concentradas en las glándulas parotídeas, que constituyen su mejor defensa frente a los depredadores. No es un veneno peligroso, pues su efecto se limita a una irritación de las mucosas, pero es suficiente para evitar a muchos cazadores la tentación de convertirlo en almuerzo. Los renacuajos, las larvas, ya poseen esa protección, aunque menos desarrollada (simplemente segregan sustancias que les dan sabor desagradable).

El lución o esculibiertu suscita la misma animadversión que el común de las serpientes. Aunque él no pertenece a este grupo, sino al de los lagartos: es un lagarto sin patas. Las ha perdido porque no las necesita (se mueve reptando entre las raíces de las hierbas, la hojarasca y en el interior de galerías subterráneas), y esa evolución lo ha convertido en blanco de los mismos prejuicios que soportan culebras y víboras, lo cual suele conducir a la muerte del animal cuando se tropieza con alguien.

Las aves tienden a ponerse como ejemplos de belleza, y abundan entre ellas, en efecto, los paradigmas de elegancia, gracilidad, colorido... pero, como en todo, hay excepciones. La más clara en nuestra avifauna son los buitres, en particular el buitre leonado, de largo cuello "pelón" (desplumado, para ser exactos). Un rasgo que se entiende perfectamente al analizar el tipo de comida que aprovecha: carroñas de animales medianos y grandes, y la forma en que la obtiene, introduciendo la cabeza a través de los orificios corporales de los cadáveres para acceder a los tejidos internos. Una concesión estética por higiene. Un cuello emplumado sería extremadamente sucio y muy poco funcional para llevar a cabo esa tarea.

Compartir el artículo

stats