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Así se cocina el oro de Asturias

La canadiense Orvana espera extraer este año 55.000 onzas del preciado mineral de las montañas asturianas en sus yacimientos de Boinás (Belmonte) y Carlés (Salas), mientras busca nuevas reservas

Roberto Cabada y Pilar Menéndez visten unos trajes ignífugos que les hacen parecer los protagonistas de alguna película de ciencia ficción. Con cuidado y con los movimientos limitados por culpa de su vestimenta, dan vueltas a la manivela de un pequeño horno de molde vertical con forma de cacerola por el que empieza a asomar un líquido de un naranja intenso. Un termómetro en la pared indica que el recipiente está a 1.153 grados. Cabada introduce una especie de vara en el molde para ver si la receta está lista. Lo está. Poco a poco, vuelta a vuelta de manivela, el horno queda en horizontal y su contenido comienza a salir sin mucha prisa por el orificio para caer dentro de unos recipientes más pequeños. Dentro se estaba cocinando el fruto que unos cuantos metros por debajo de aquella sala los mineros le habían arrancado a la tierra. Las entrañas de los montes que rodean al valle de Boinás, en Belmonte, guardan un tesoro de muchos quilates. Así es como se cocina el oro de Asturias.

Los dos protagonistas de la escena son trabajadores de la empresa Orovalle, filial de la canadiense Orvana (con sede en Toronto), que hace diez años puso sus miras en esta esquinita de Asturias donde escondida entre la caliza, la pirita, el cobre o la plata se estima que hay unas importantes reservas de oro. Cabada, jefe de planta de la compañía, coge en su mano el lingote de oro, después de marcarlo para que se sepa dónde ha sido fabricado, y pregunta, mientras lo balancea como si fuera unas mancuernas "¿cuánto pesará?". La pregunta tiene rápida respuesta. Al fondo de la sala hay una báscula. Pone el oro encima y una pantalla chiva la solución. Son seis kilos y trescientos diez gramos.

La del oro es la minería que mira al futuro con optimismo, la que tiene perspectivas para trabajar a destajo a medio plazo y la que va ganando plantilla. El contraste con la del carbón es llamativo. Orovalle da empleo en este pozo de Belmonte y en el que controla a sólo unos kilómetros en Carlés (Salas) a 450 personas de forma directa, más otros 140 de manera indirecta. Su previsión es la de extraer este año unas 55.000 onzas de oro (más seis millones de libras de cobre y unas 200.000 onzas de plata) de estas dos explotaciones. Serán 10.000 más que el año pasado. Pero, para hacerlo, primero hay que sisarle el preciado metal a la madre naturaleza y cavar muy hondo. Son los únicos yacimientos en los que se saca el mineral en España. Aquí empieza el viaje a las profundidades de la fiebre asturiana por el oro.

Pasan unos minutos de las once y el relevo de la mañana ya está en pleno tajo. La entrada a las galerías donde el oro se esconde es ancha y tiene un tránsito grande. Cada poco es atravesada por camionetas que se adentra en la montaña como si nada. La bocamina, puntualiza Rubén Collar García, jefe de ingeniería de la explotación, "está a quinientos metros exactos sobre el nivel del mar". Al poco de atravesar el umbral la luz solar se esconde y la iluminación en el interior queda a la suerte de una multitud de lámparas que cuelgan del techo. Nada está dejado al azar. Un foco verde indica que se está ante una zona de las llamadas de seguridad donde está el botiquín por si hay problemas. Otros de color rojo señalan los lugares peligrosos por los que no se debe de transitar. Abajo, en el suelo, abundan el barro y los charcos. Pero sin llegar a cubrir demasiado. Algunas de las curvas del pozo tienen nombre y muy al fondo del yacimiento, en un alarde de romanticismo, uno de los mineros ha pintado un corazón verde fosforito en una de las paredes.

Tras cruzar la bocamina se va descendiendo por una serie de galerías que se han ido abriendo paso hasta conseguir alcanzar los 430 metros de profundidad. A diferencias de las del carbón en este yacimiento no hay una jaula que distribuya a los mineros por plantas. El reparto se hace con todoterrenos.

Rubén Collar García ejerce de guía y explica con pasión la actividad que se desarrolla allí dentro. Según señala, en las profundidades de Boinás se explotan dos tipos de rocas las de la variedad "skarn", un término de origen sueco, y la oxidada. En todas hay trazas de otros materiales como cobre o plata. Todo está mezclado. "Esto ha crecido mucho desde que entré a trabajar aquí hace siete años", reconoce Collar. Los antiguos propietarios Río Narcea Gold Mines, que en 2004 iniciaron la extracción subterránea en la zona tras tener durante años funcionando un yacimiento a cielo abierto (una herida medioambiental que Orvana trata ahora de cicatrizar), no llegaron muy abajo. Al menos, no tanto como lo está haciendo Orovalle, que cada día le va comiendo unos cuantos metros a la montaña en busca del preciado material. Los canadienses mantienen en funcionamiento el yacimiento desde 2010 de forma interrumpida y con vistas a seguir.

Dentro de las galerías grandes máquinas trabajan a destajo. El ruido sube de tono cada vez que se desciende, lo mismo que el calor. Gabriel Parga Alonso está esa mañana a los mandos de "Simba", que no tiene nada que ver con el popular personaje de "El Rey León". Es una máquina que en las profundidades del yacimiento se encarga de colocar el explosivo para hacer saltar por los aires alguna de las zonas que, previamente, los geólogos han señalado como el lugar fructífero para encontrar y recolectar el oro. "La máquina tiene algo más de un año y viene totalmente equipada", señala el minero. Es el modelo más avanzado, lo último. Estar a la vanguardia es clave, explica Collar, "hay que ir actualizándose constantemente".

El motor de "Simba" echa a andar y el ruido envuelve de nuevo la mina. Rubén Collar despliega unas hojas con varios gráficos. "Lo que hacemos en esta zona es una explotación por tiros largos", señala. Lo que viene a significar que el explosivo va atacando a las paredes donde se esconde el oro desde varios puntos para echarlas abajo a la espera de que uno de los camiones de carga venga a recoger las piedras. Pero nada está dejado de la mano de Dios. Cada voladura está estudiada al milímetro para que nada falle.

Así a primera vista, nada lleva a pensar que las paredes de las galerías que envuelven el trabajo de los mineros puedan contener kilos y kilos de un material que ha servido de refugio para muchos inversores durante el chaparrón financiero de la crisis. No hay atisbos del brillo característico del oro y las paredes son de un color oscuro bastante uniforme. Pero ahí está. La gran recesión ha empujado enormemente el valor de este mineral precioso y ha animado a empresas como Orvana a meterse en esta aventura.

Dentro de la mina no es oro todo lo que parece. El director legal de Orovalle, Gabriel Cobos, busca entre unas piedras. Aparece una con algunos puntos brillantes que la oscuridad de la galería hace resaltar. "Es pirita", anuncia. Falsa alarma. Coloquialmente allí abajo lo llaman el oro de los tontos. Es muy llamativo, pero tiene un escaso valor. Cobos deja la piedra donde estaba. Arrancarle este preciado material a la montaña no es sencillo. Por cada tonelada de piedras que sale del interior de la tierra sólo hay unos tres gramos de oro. Algunas veces en cantidades microscópicas. La labor de los trabajadores que copan el yacimiento es la de desmembrar las rocas para encontrar ese preciado tesoro. El premio es grande. Enorme. Cada gramo de este mineral cotiza a unos treinta euros.

Orovalle no ha sido la primera en llegar a la zona. "Lo gordo ya se lo llevaron los romanos", bromea Rubén Collar. La tradición aurífera de esta zona, conocida como el "Cinturón de oro del río Narcea", viene de lejos. Concretamente, del Imperio romano. Un grupo de arqueólogos trabaja estos días en las cercanías buscando los restos del paso de estos antiguos vecinos de la zona.

Cada día, del yacimiento salen unas 2.000 toneladas de piedras entre las que hay que rebuscar los restos de oro, plata y cobre. La primera criba se hace ya en el interior de la explotación. Una enorme máquina, de casi 20 metros de altura, en las profundidades de la mina se encarga de dar los primeros bocados. Unas gigantescas mandíbulas van triturando el mineral que llega desde las voladuras para ir dejándolo en un primer granulado de unos 15 centímetros. Un tamaño mucho más manejable para poder pasar a la siguiente fase, la de la planta química, que en lo alto de Boinás espera ansiosa para ser alimentada.

Dentro de las galerías, aunque parezca una contradicción, hay bastante movimiento de furgonetas. El reloj va encaminándose hacia las dos y comienza a acercarse la hora del relevo de la tarde y se forma algo de atasco en las proximidades de la bocamina en busca de la luz natural. "Es hora punta", señala Gabriel Cobos. Ya fuera un vigilante comprueba que ninguna de las furgonetas marche con explosivos. Una vez que el interior de la mina quede despejado, será el momento para que los artilleros comiencen a trabajar. Tienen unos minutos para hacer las explosiones antes que entre la nueva hornada de mineros. La escena se repite en cada cambio de turno. Tres veces al día, puntualiza Cobos.

Ya a plena luz solar, un castillete con una bandera de Asturias en lo alto va sacando el mineral hacia el exterior y acumulándolo en pequeñas montañitas en una enorme explanada. Muy cerca de la planta química donde todo acabará. El ritmo de extracción de piedra es muy alto y el yacimiento es finito. Aunque, apuntando hacia el otro lado del valle, Collar asegura que ya se están estudiando nuevas zonas donde se cree que puede haber reservas para continuar con la actividad durante unos cuantos años.

Orvana tiene en Asturias 23 permisos para explorar los yacimientos auríferos. En algunas zonas realiza constantes sondeos geofísicos y estudios mineralógicos. "El objetivo de estas labores es evitar el agotamiento de los yacimientos activos y garantizar el futuro", asegura la multinacional. La compañía asegura que ha invertido en Asturias 130 millones para intentar encontrar el oro que esconden con esmero las montañas.

El viaje del oro asturiano parece que no ha acabado. Roberto Cabada, que al principio de este relato llevaba un traje para protegerse contra las altas temperaturas del horno, tiene en su despacho un mapa que detalla el paso del mineral por la planta química donde finalmente el oro aflora. En este proceso el cianuro tiene un papel clave. "La planta tiene capacidad para procesar 95 toneladas de material por hora", señala Cabada. El proceso completo, desde que la piedra entra por la puerta de esta factoría hasta que sale con forma de lingote, dura un día entero.

En el piso superior de la planta, donde habita el horno con forma de caldero donde el oro se fragua, trabajan las que se conocen como las "chicas de oro". Pilar Menéndez y Lorena Negro llevan con orgullo el mote que les han puesto sus compañeros. La primera puntualiza que "normalmente somos tres, pero la otra compañera está ahora de vacaciones". Son, además, de las más veteranas de la mina. "Llevamos aquí seis años y medio", señala Menéndez. Su trabajo consiste en darle el toque final al producto para que los lingotes puedan venderse. Cocinarlo a altas temperaturas y de forma muy manual. Cobos asegura que "al final y después de todos los avances tecnológicos que hay para la extracción del mineral, el proceso acaba con algo muy artesanal". Muy manual, casi romántico. Así se cocina el oro asturiano.

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