Crónicas gastronómicas

Un festín sensual con Carter

La célebre autora británica, de aficiones gastrónomas, alumbró en sus libros la comida como protagonista voluptuosa de su escritura

Un festín sensual con Carter

Un festín sensual con Carter / LUIS M. ALONSO

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Es tiempo de alcachofas de cuerpos redondeados con orificios en medio, ya que las hojas no llegan a juntarse para cerrar las cabezas. Angela Carter (1940-1992), incomparable narradora y periodista inglesa, escribió de esos cuerpos turgentes en "La cámara sangrienta", uno de sus relatos más bellos y atroces, inspirado en la historia de Barba Azul: "Me desnudó, glotón como era, como si estuviera arrancando las hojas de una alcachofa; pero no imaginéis demasiado refinamiento en aquel acto; ni esta alcachofa era un capricho especial para la cena, ni él sentía todavía un ansia voraz. Se acercó a su familiar capricho con un apetito cansado".

Dueña de una escritura sensual, brutal y aterradora, sus revisiones de los cuentos de Perrault pasados por Sade mantienen una inteligencia aguda y subversiva y un estilo de belleza exuberante. La vieja dicotomía de víctimas inocentes y brujas malvadas de "Caperucita Roja" o "La Bella y la Bestia" desaparece debido a la presencia en sus obras de mujeres complicadas de deseos rebeldes. Carter se ocupó de desmantelar los roles míticos y las estructuras de nuestras existencias relativas a la identidad de género, aunque poniendo a las mujeres en el centro de las historias y otorgándoles poder sobre su destino. En "La cámara sangrienta", la madre de la protagonista dispara al asesino y así heredan su fortuna. En "El rey de los trasgos", cuando la protagonista descubre que los pájaros en las jaulas del rey suelen ser niñas, decide estrangularlo y liberarlas. Al final de su vida tenía tras de sí una legión de devotos.

Sus personajes usan las propias personalidades como disfraces. Carter considera la feminidad una ficción social, parte de una actuación cultural coreografiada. No fue la primera en detenerse en este tipo de observaciones, pero sí en saludarlas como si se tratara de una licencia para la autoinvención.

La historia de su vida es también la historia de cómo ella se inventó a sí misma, de cómo pasó de una infancia tímida e introvertida, de una juventud nerviosa y desafiante poco convencional a una madurez feliz y segura de sí. El suyo era un negocio basado en la desmitificación y, siendo coherente con su pensamiento, lo primero que hizo fue desmitificar su propio trabajo. Pero lo consiguió, a su vez, deslumbrando a sus lectores.

Carter amaba, además, la comida que está presente en muchos de sus cuentos no pocas veces de manera alegórica, y obviamente en las piezas de periodismo gastronómico con que se prodigaban en muchas publicaciones literarias. Cuando se refiere al rey de los trasgos que vive solo en el corazón del bosque nos descubre un festín sobrenatural al describir su apetito saciado por la munificencia del entorno. Come ortigas guisadas, sabrosos revueltos de pamplinas con nuez moscada y cocina el follaje de su alforja de pastor como si fuera repollo. Sigue Angela Carter: "Busca entre los sucios y picados hongos con flecos y sabe cuáles se pueden comer; comprende sus extrañas costumbres, cómo surgen de la noche a la mañana en lugares sin luz y prosperan sobre cosas muertas. Desde el familiar agárico, que otros cocinarían como los callos, con leche y cebollas, hasta el anaranjado níscalo con su bóveda en abanico y su leve aroma a albaricoque, todos nacidos de repente como burbujas de tierra, ajenos a la naturaleza, viviendo en el vacío". Naturalmente, Carter no se refiere a nuestro guiso tradicional de los callos cuando cita la cebolla y la leche, sino a la manera de cocinarlos en el Reino Unido que también incorpora perejil y mantequilla, además de un toque de pimienta blanca. Abundan las definiciones de comidas en la escritura de una de las autoras más sensuales del pasado siglo. Esas salchichas "siseando en una sartén para el jefe de estación". O el platillo mexicano de faisán con avellanas y chocolate, a su modo un mole; el "queso blanco y voluptuoso"; el sorbete de uvas moscatel, y "el café negro y acre en preciosas tacitas tan finas que ensombrecían los pájaros con que estaban pintadas". Las aves cocinadas con crema, de inspiración franchute; o los aguacates y camarones, en abundancia, seguidos de ningún otro plato. "Nos sentamos en un palco, en sillones de terciopelo rojo, y en el intervalo un lacayo con peluca trenzada nos trajo una cubeta plateada de champán helado. La espuma se derramó y me empapó las manos, pensé: mi copa se desborda". O mismamente cuando en "El cortejo del señor León", basado en "La Bella y la Bestia", en medio de la soledad surgen las bandejas en el montaplatos de la sala detrás de las puertas de caoba, portando huevos Benedict y ternera a la parrilla. Los huevos Benedict, plato troncal de cualquier brunch que se precie, pochados y servidos sobre tostadas con bacon y salsa holandesa, no dejan de ser un bocado voluptuoso muy acorde con la escritura sensual de Carter en esa deconstrucción de los cuentos de hadas, en que utiliza el elemento erótico para explorar como nadie la sexualidad femenina. En "La compañía de los lobos", la protagonista seduce al lobo que se comió a su abuela antes de poder comérsela a ella. Al final, todo es comida.

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