G. Steiner, en sus maldiciones a la criminalidad nazi, había deseado que el alemán nunca más sirviese para escribir poemas o trasmitir verdad. Una lengua que había utilizado lemas tan bellos como «El trabajo os hará libres» para adornar la entrada a los campos de exterminio habría quedado inútil para trasmitir verdad o belleza. Para burla de Steiner -también de la justicia histórica- no sólo los usuarios de esa jerga nazi logran ganar el premio Nobel, sino que los eufemismos que sirvieron para encubrir el exterminio de al menos un cuarto de millón de enfermos mentales empieza a presidir el discurso de los intelectuales con certificado progresista del grupo Prisa.

Eutanasia o eugenesia no son términos inventados por la canalla nazi -su debilidad mental no les permitía tal nivel de abstracción- sino que la genealogía de esos términos procede de los grupos darwinistas que lograron plasmar en leyes una reducción de la selección natural. Desde los muy democráticos y socialdemócratas estados del norte de Europa hasta los muy evangélicos Estados Unidos (existe abundante bibliografía de la eugenesia democrática), los sanitarios trataron a sus poblaciones como los ganaderos a sus crías. En Alemania el texto más influyente para abrir camino a la legislación nazi es el muy científico tratado de Binding y Hoche sobre la «Autorización para eliminar las vidas indignas de ser vividas» en el que junto a excelentes estudios epidemiológicos sobre la descendencia de oligofrénicos, se insiste en la piedad para con aquellos seres «espiritualmente muertos», «obligados a sufrir y que implícitamente solicitan un piedad social con su muerte». Tampoco la convulsa España de los años treinta se libró de esta peste. En la muy izquierdista «Revista para la reforma sexual» Hildegart Rodríguez propagaba las virtudes terapéuticas del gas zyclon para eliminar el sufrimiento de las vidas sin valor. Tesis con la aprobación de los más distinguidos intelectuales republicanos. Para mí vergüenza, por compartir ese izquierdismo, idénticas tendencias presidieron los conflictos en la psiquiatría franquista: mientras un psiquiatra militar partidario del exterminio de los rojos, como Vallejo Nágera, se manifestaba contrario a la eugenesia los más ilustres psiquiatras republicanos escribían desde México a favor de la esterilización de los psicópatas.

Los medios adictos a Prisa difunden un versión «light» de la ideología eutanásica: las «noticias» que difunden son casos extremos en los que ninguna persona sensata puede oponerse a la libre decisión personal de matarse. Pero nuestra historia más negra en estos aspectos no es el resultado de las malas intenciones sino de acciones no buscadas con un bien. De ahí que la clave rosa con la que «El País» cuenta la historia de Madeleine resulta tan vomitiva. La muerte es siempre una situación trágica que requiere decoro extremo. Frivolizarla y convertirla en una especie de acompañamiento festivo que se inicia con ofertas de «cava, vino, saladitos o pasteles» y se continua con risas y poesías-chistes, como describe el rotativo mencionado, es tan falso como obsceno. La estrategia para hacer digerible la discusión de una ley no debería propagar tales falacias sino anticipar la caja de Pandora que abre y recordar el uso que se está dando aquí y ahora a la ley del aborto: de una intervención pensada para unos cientos de casos extremos, se pasó al uso por motivos banales en casi cien mil fetos al año. Sí una enfermedad desmielinizante que no es mortal a corto plazo es puesta como ejemplo de motivo justo para una muerte libre y digna ¿el caso de un esquizofrénico defectual que también va a sufrir una enfermedad deteriorante y progresiva, si libremente decide morir, debe ser ayudado? O más fácil todavía ¿la anoréxica o el bipolar que en pleno uso de razón piensen que no es vida digna la sometida a la gordura o la toma continua de fármacos, deben ser autorizados y ayudados en su deseo de muerte? ¿Tiene sentido que la lucha contra el suicidio fuese el lema del último aniversario mundial de la salud mental?

Supongo que es tan fácil como falso argüir sobre leyes que limiten esos casos. Una población con la picaresca como guía moral tal la española, no me cabe duda de que hará prevalecer los resultados no buscados con la ampliación progresiva de casos (yo también conozco estadísticas belgas). Los miles de viejos que hoy se asilan «por no dar que hacer» a sus familias serán serios candidatos a solicitar esa muerte piadosa justificada en la suma de la patologías múltiples que siempre padecen.

Hans Jonas, que vivió en el monstruo, nos exhorta en sus manuales de ética a no correr riesgos innecesarios que puedan comprometer el futuro de las generaciones que nos continuarán. Abrir hoy un diálogo que liberalice la legislación eutanásica supone una de esas temeridades gratuitas. Sin el exhibicionismo que lo acompañó, el caso de Madeleine no supone ningún delito ni problema: ella adquirió el cóctel farmacológico que la mató y supongo que sin la cobertura de «El País» cientos de casos similares se producen cada año. Hoy por hoy en España los cuidados paliativos son estupendos y cualquiera que haya necesitado en Gijón los servicios de hospitalización a domicilio puede dar fe de ello. En idéntico sentido cuando he visto morir a alguien en el hospital, la sedación le ha permitido una muerte dulce.

Los problemas de morir en el hospital se centran en la falta de intimidad, que resulta indignante: la última vez que acompañé a un amigo moribundo mientras él dormía dulcemente sus cuatro últimas horas, su compañero de habitación -que tuvo que estar casi una hora con mi amigo muerto- quería encender la televisión porque no comprendía lo que pasaba. Hablar de eutanasia por parte de políticos cuando no se ha logrado que los enfermos moribundos y sus familias tengan una habitación individual que permita un digno ritual de despedida, supone un acto cínico que recuerda la banalidad del mal de los médicos nazis: no eran sádicos poseídos por el demonio, sino probos funcionarios, simples siervos deseosos de cumplir sus deberes para con el amo-Estado y sus gerentes.

Guillermo Rendueles es psiquiatra.