La crónica de sucesos ha venido estremecedora durante las últimas horas. Jonathan y Christian, gemelos de dos años y medio, murieron asfixiados tras incendiarse el piso de Corvera donde su madre les había dejado para salir a recoger a su otro hijo, de cuatro años. El relato de lo sucedido alcanza límites sobrecogedores, casi insoportables, cuando los vecinos que intentaron salvarles cuentan que les oyeron desde fuera gritar y arañar la puerta del domicilio. Después, según la reconstrucción de los hechos, los dos niños volvieron al salón de la casa, y juntos fallecieron al lado de un sofá.

Se conjetura que jugaron con un mechero, causa del incendio. Por poco tiempo que los dejara solos su madre, ya se sabe que todo crío es rápido como una centella y suele sentir el embrujo del fuego mientras no descubre lo doloroso de su contacto. Esto ni culpa ni exculpa a la madre, y ante una desgracia de estas dimensiones suspendemos el juicio.

Pasamos unas pocas páginas del periódico y saltamos de la tragedia a la fatalidad escalofriante: una anciana totalmente impedida, de 82 años y natural de Avilés, fallece en Cornellá por inanición, por hambre, tras morir de un infarto su esposo, de 84. La muerte de él pudo haber sido fulminante, pero la de ella fue probablemente lenta y agónica. El colmo de lo espeluznante lo descubrimos al saber que sus cadáveres fueron hallados un mes después, descompuestos. Malas relaciones familiares, aislamiento, soledad -individual o de la pareja-, vecindad anónima... ¡Qué solos se quedan los muertos!

Verdaderamente, la ley de dependencia es un imperativo (tal vez, también para esa sujeción a la que unos hijos obligan a su madre). Pero ha de haber algo más: esa ética de la razón cordial que exponía esta semana en Gijón la catedrática Adela Cortina. Proximidad, amabilidad, pasión con, o compasión. Todos somos igualmente vulnerables. Tarde o temprano, niños o ancianos, dependientes.