El jefecillo levantó el teléfono y pidió a su secretaria el periódico: «Hoy no tengo ganas de trabajar», dijo. Al otro lado del aparato oyó un grito: «¡Inútil!, te has equivocado de extensión. ¿Sabes con quién estás hablando? Soy el gerente». Y el otro contestó: «Y tú, ¿qué? ¡tirano! ¿Tienes idea de con quién estás hablando?» El gerente respondió: «No». Entonces, el empleado contestó: «Uff, menos mal», y colgó.

He aquí un ejemplo de mala comunicación, ausencia de liderazgo y carencia de incentivos. También un frustrado ejercicio de escaqueo.

Todos reconocen que el papel de las personas en una organización es fundamental y, por ello, los directivos deben crear un buen clima de trabajo, donde los empleados confíen los unos en los otros, se respire espíritu de equipo y tengan la sensación de esforzarse para un proyecto común ¿Es una retórica utopía?

Por desgracia, hay muchos jefes incapaces que todavía no saben que su misión no es hacer sino «hacer hacer». No es extraño que la reciente ley balear de Función Pública exija a quienes quieran ocupar puestos de trabajo de jefatura (niveles 24 y ss.) la posesión del diploma de personal directivo expedido por la Escuela Balear de Administración Pública. Estos programas formativos, tan costosos en tiempo y dinero, giran en torno a las técnicas de liderazgo, la comunicación, el trabajo en equipo y la política de calidad. Se me dirá que superarlo no es garantía de nada pero, hoy por hoy, tampoco lo es la antigüedad o el dominio del derecho administrativo.

El profesional más adecuado es aquél que, además de conocimientos, tiene habilidades, actitudes e intereses compatibles con su función. Armonizar todas ellas y alinearlas en la lógica de la Administración es el secreto del éxito. Según una reciente encuesta del Centro de Estudios Financieros, algunos de los diez pecados capitales de los jefes son: no comunica (46%), no motiva (44%), no escucha (32%), no lidera sino que manda (32%), y no enseña ni forma (31%).

Así, los jefes torpes deberían aplicar la ley de Pareto, que describe cómo el 20% de cualquier cosa producirá el 80% de los efectos y viceversa. Los auditores la emplean en la valoración del inventario o en el análisis de la cartera de clientes y proveedores; y los chiquillos para discriminar entre sus familiares, el día de Reyes. Adaptada a las organizaciones explica que, por regla general, el mayor porcentaje de los resultados proviene de unos pocos empleados. Son los colectivos críticos de la entidad que requieren un tratamiento diferenciado, sobre todo si tienen contacto directo con el cliente. Esta reflexión nos conduce a «gestionar el talento» y utilizar la lógica del marketing interno para que se encuentren motivados, a gusto, quieran hacer las cosas y se retenga a los mejores. Todo un difícil arte.

También se debería enseñar a los jefes ineptos la importancia de la comunicación corporativa, tan escasa en nuestras administraciones públicas, donde podemos encontrar algo de comunicación descendente, poco sistematizada (manuales de procedimientos, reuniones masivas, boletines y tablón de anuncios) y relativa a los intereses del superior y muy poca o ninguna de la ascendente (encuestas de opinión de empleados, buzón de sugerencias, quejas).

Como complemento, es usual que la comunicación interna horizontal sea informal alrededor de rumores, más que a través de los escasos seminarios de formación o reuniones interdepartamentales; y por supuesto, la realizan con mucha eficacia los sindicatos, a través de sus habituales correos electrónicos o de las publicaciones periódicas. Con frecuencia, es la única fuente de que dispone un funcionario para saber lo que se cuece.

La economía del conocimiento aporta un nuevo tipo de trabajador, con mayor autonomía, creatividad y formación. En las burocracias profesionales, la autoridad tiene más carácter «sapiencial» que jerárquico, es decir, está más vinculada a las competencias adquiridas por las personas que a la posición que ocupan en el organigrama, cada vez más «aplanado». Creo que facilitar el desarrollo profesional, en una atmósfera proclive a la productividad, es la verdadera misión del jefe.

Ahora los contables vanguardistas se han empeñado en medir el capital intelectual de las organizaciones, integrado por un activo y un pasivo intelectual. Así hablan de excelencia, inercia e incluso del modelo «perro del hortelano», según el predominio de cada uno de aquéllos. También de círculos virtuosos o viciosos.

Mientras se suprimen puestos de trabajo duros, alienantes o monótonos, se amplían las plantillas de un nuevo tipo de trabajador: el «brain worker», que controla la inteligencia de los sistemas administrativos y será cada día más indispensable. Sus virtudes las resumía don Emilio Fontela (tristemente fallecido este verano) en el dominio de las técnicas de solución de problemas, del razonamiento transversal, de la transferencia de experiencias entre campos de actuación, de la generación de ideas y su aptitud para la comunicación, con grandes redes de información.

¿Saben cuál es la principal razón para cambiar de trabajo? Pues: cambiar de jefe. Yo lo he practicado y he visto desearlo a muchos profesionales, algunos muy brillantes. Contemplado en positivo: comparte el talento. Nada estimula más el estudio o el ansia de promoción que un jefe colérico o acomplejado. Claro que hay cosas peores: en China, el presidente Mao enviaba a los funcionarios públicos a trabajar en el campo durante un año para recibir una dosis de humildad y otra de conocimiento literal sobre el terreno.

Antonio Arias Rodríguez, síndico de Cuentas del Principado de Asturias.