Dicen que leer es mágico. Que leyendo nos transportamos, que salimos de nosotros mismos y nos olvidamos de dónde estamos y del tiempo que pasa a nuestro lado. Que leer nos libera de las cadenas. Tal vez por eso sea frecuente que hasta en las peores cárceles haya bibliotecas. Pero si leer es todo eso, escribir es aún más liberador, tanto que no es raro que a los prisioneros se les prive de los útiles de escritura (recado de escribir, que se decía antaño). Quizá sea porque pueden liberarse demasiado y no conviene a según qué carceleros que quede constancia escrita de la existencia de algunos muros.

Recientemente he leído el libro «En el búnker con Hitler», escrito por Bernd Freytag Von Loringhoven, un joven oficial que fue ayudante de los dos últimos jefes del Estado mayor alemán. Lo que allí se retrata, los últimos y paranoicos días del Führer, ya los conocía gracias a la genial película «El hundimiento». Pero lo que me llamó más la atención fue una anotación breve, casi de pasada en el prólogo, y es que durante su cautiverio (el autor fue prisionero de los aliados durante varios años después de la guerra) emborronó cuatro wartime logs, cuadernos que repartía la organización americana de jóvenes cristianos, YMCA, y que sesenta años más tarde le servirían para escribir el libro.

La imagen del preso escribiendo febrilmente, fuera de sí, sobre unos cuadernos, me recordó mis propios cuadernos Moleskine. Siempre llevo uno encima. Recientemente, viajando en moto por Francia perdí uno junto a una preciosa estilográfica Montblanc. La pérdida de la pluma es fácil de solucionar, la de la Moleskine, llena de anotaciones apresuradas y casi ininteligibles, no tiene más solución que el olvido y el pensamiento de que todo pensamiento es recurrente.

Por cierto, hablando de Moleskines. No se ha preguntado nunca, señora, de dónde vienen esas libretas tan míticas. Porque Moleskine es un mito. Y como todos los mitos, falso. Bruce Chatwin, británico escritor de viajes, compraba para sus notas unas libretas de tapa dura y banda elástica a un industrial parisino, quien las llamaba moleskin por el tipo de tela que envolvía la tapa. En 1986 el proveedor falleció y con él, las Moleskines originales. Chatwin lo hará poco después. Pero en 1998 una empresa italiana las reconstruye siguiendo la descripción que hizo en sus escritos. También se encarga de propagar la bella leyenda de que Van Gogh, Picasso o Hemingay las usaron, algo totalmente indemostrable. O sea, absolutamente literario.

El éxito comercial ha demostrado el acierto de semejante estrategia de marketing. Legiones de bohemios de barrio viejo rehabilitado, turistas de Coronel Tapioca y escritores de escenas de suburbio surcan hoy el mundo en vuelo barato cargados con sus falsas Moleskines (marca registrada) a cuestas. Como es natural, pagan con sibarítico y esnobista placer el sobreprecio de las libretas.

Pero ¿qué es la literatura si no una historia de falsedades, fetiches y esnobismos egocéntricos? Moleskine es un mito falso. Viva, pues, el mito.