Entra el verano, los chicos han terminado la selectividad y esperan ansiosos la respuesta al interrogante que a muchos de ellos les ha atormentado a lo largo de todo el curso: ¿serán admitidos en la carrera y facultad que han solicitado?, ¿habrá sido suficiente la nota que han obtenido? Ya casi ni recuerdo aquellos años en que yo estaba en su mismo lugar, expectante y nervioso de irme por fin a la Universidad, de liberarme definitivamente del yugo familiar. Y como yo, todos mis amigos y compañeros, los que se quedaban en Oviedo, como fue mi caso, y los que se marchaban a Salamanca, Burgos, Madrid o cualquier otra ciudad. ¡Qué experiencias tan extraordinarias estábamos a punto de vivir!

Y ahora que han pasado los años puedo decir que, efectivamente, viví en la Universidad maravillosas experiencias, pero también puedo afirmar que otros abandonaron o no conservan buenos recuerdos, y que algunos, los menos, vivieron años sabáticos a cuerpo de rey, sin dar un palo al agua y, en consecuencia, perdieron uno o más años, por no decir la carrera y su futuro. Éste es el caso de un amigo de la infancia (del que excuso mencionar su nombre) de familia acomodada que había decidido estudiar marketing e idiomas. Era imaginativo y muy inteligente, así es que como éstas eran disciplinas extrañas en este país y, además, en su casa había dinero, sus padres decidieron enviarle a cursar sus estudios a Oxford, ¡Casi nada, por aquellos años!, aún vivía el más general de todos los generales.

Se fue al Reino Unido bien equipado, con una jugosa dote estudiantil y un afán casi enfermizo por quemar Picadilly Circus, Buckingham Palace y, por supuesto, a todas las londinenses que se le pusieran por delante. Y a fe mía que debió de conseguirlo. Cuanto menos quemó otra cosa, porque no habían pasado dos meses de su aterrizaje en la City cuando se quedó sin dinero. Pensó qué hacer y decidió hablar con su padre: «Papá -le dijo-, aquí han descubierto un novedoso sistema para aprender a los loros a hablar en tan sólo un mes, y he pensado que como "Pancho" ya tiene 3 años y no dice ni pío me lo puedes mandar para matricularle en esa escuela. Es un poco cara, pero los resultados están garantizados». «Pancho» era un loro gris africano, un yaco, que vivía con la familia desde polluelo y aún no decía palabra alguna pese a ser una de las especies más inteligentes, así es que el padre le envió al loro acompañado de mil libras. Llegó la primavera y mi amigo había dilapidado la pequeña fortuna que su padre le había mandado para educar al loro. Siguiendo la estrategia diseñada en un principio, llamó a su progenitor y le dijo: «Papá, "Pancho" ya habla perfectamente inglés. Ahora han sacado un curso de español, si quieres le inscribo. Cuesta mil quinientas libras». El padre le envió el dinero.

Terminó el curso y mi amigo regresó de Inglaterra. Su padre le había ido a recoger al aeropuerto, se abrazaron y aguardaron la salida de equipajes. Cuando salieron por la cinta se extrañó de la ausencia de la jaula y preguntó a su hijo: «¿Y "Pancho"??». «Verás Papá, "Pancho" aprendía rápido, y al poco de empezar sus clases de español un día me preguntó si seguías liado con la vecina del chalé de enfrente?». El padre, sonrojado, explotó y dijo: «¿Y no has retorcido el pescuezo a ese hijo de??». «Sí, Papá, eso es lo que hice, no fuese a contárselo a mamá».

Mi amigo recuperó el año perdido y ahora está en California, forrado y con una enorme tripa. Él fue quien me regaló a «Duke», evidentemente, ya adiestrado.