Una tarde, un momento, una visión: metáforas de levedad y finitud. Es la misma hora de otros años, todos los años a la misma hora; cae la tarde de un domingo de agosto. Nunca el paisaje es lo mismo de siempre y, siempre nunca, soy nada frente a él, apenas me reconozco en sus espejos. Miro la mar y siento que envejezco en el transcurso de ola a ola, náufrago del tiempo y sus prontitudes. Observo el horizonte que jamás es distinto, deshabitado y remoto, pero fiel a su prolongación.

Nada me resulta conocido, a pesar de encontrarme en mi lugar, por más que estoy donde soy, en donde he sido. Sólo estas gaviotas que sobrevuelan la marina, extrañas al mundo y a mi atadura, pasajeras del azul inmenso y libre. Solamente esos barcos colmados de lejanía irrepetible y estas rocas que ni se mueven ni me perciben desde toda la vida y sin embargo asisten a esta presencia.

Nada ajeno. Pero ni la hondura del agua milenaria ni estas matas de hortensias que acaricio, conformes e impasibles, ni estos eucaliptos que trepan claridad arriba, ni estos perros que ladran a mi lado, míos como una transición, queridos por una década, intuyen cuánto me duele comprender mi superficialidad y mi insignificancia, en qué medida, y ellos ignoran, dependo de su leve exterior, de su silueta tan quebradiza como dócil.

Nombro el importante vacío de los nombres: planta, piedra, acantilado, playa, árbol, altura, higuera, campo, suelo, camino, nube, fruto. Nombro su verdad incierta y convenida: raigambre, reciedumbre, abismo, terminación, viento, destino, rumbo?, y todo sigue detenido y vivo, al margen de su pronunciación y mi reconocimiento, inmutable y perpetuo. Y aún me punza más su volumen, todavía me hiere con más amargor su solidez y su dilación. Y me vislumbro como un espectador absurdo, inhábil, incapaz de departir su idioma, de acceder a su perspectiva, de compartir sus estaciones y deshojar con su facilidad o brotar tan puntualmente.

Qué poca cosa mi expectación en tanta magnitud. Qué carne informe la de este bulto respecto al rigor de lo que alcanzo y examino y calla en su continuidad. Qué flojedad la de mis brazos ante las garras del terreno y el soporte de las hierbas. Qué salud la del verde, qué obstinación la del tronco y qué resignada la biografía de la espuma, tan pura una ocasión y nunca más.

Solamente el paisaje. Nada menos que el hombre. Todo inminentemente humano, a ras de eternidad.