Los habitantes de este país siempre hemos sido gente resistente. Hemos resistido a cartagineses, romanos, árabes, ingleses, franceses, estadounidenses y hasta hubiéramos sido el último bastión contra los soviéticos si se hubieran atrevido a invadir Occidente (si he olvidado alguna nación, que me perdone). A todos nos enfrentamos con valor, y a los que no fuimos capaces de vencer por las bravas, acabamos conquistándolos por las buenas. Sólo hay un pueblo que siempre nos ha fastidiado y que es el culpable de la mayor parte de nuestros problemas: nosotros mismos, los españoles. A todos los malos tiempos hemos sobrevivido a base de tenacidad y astucia. De hecho, somos los inventores reconocidos de las dos tradiciones que mejor reflejan la resistencia del débil contra el poderoso: la guerrilla para las estrecheces bélicas y la picaresca para las económicas.

Por fortuna, ni Viriato ni los maquis tendrían cabida en la España de hoy, pero el Lazarillo o Monipodio se sentirían como peces en el agua. Porque la picaresca siempre ha existido en nuestro país, menguando en épocas de bonanza para volver renovada en las de dificultad. Los vendedores de reliquias del Niño Jesús de la Edad Media y los de hierros retorcidos como arte moderno se aprovechaban de la papanatería y la vanidad de quienes quieren destacar no por lo que son, sino por lo que poseen. Los timadores de la estampita de la posguerra y los del sellito de Afinsa y Forum explotaron la ignorancia y la avaricia de quienes pretendían ser más listos que los demás y obtener más que nadie por su dinero. En todo caso, se cuenta con la benevolencia del resto de la gente que, si bien expresa públicamente su solidaridad a los afectados, en privado se ríe y considera que lo tienen bien merecido.

Evidentemente, la actual crisis ha dado alas a este fenómeno. Y no me refiero a la escandalosa cantidad de trapisondas de políticos que cada día se descubre. Eso no es sino corrupción, una de las lacras de este país, causa pasada y presente de la mayoría de nuestras desdichas. Hablo de la creciente invasión de mensajes y anuncios que prometen grandes premios a cambio, simplemente, de enviar un mensaje o llamar a un número. Ése sí que es un verdadero ejemplo moderno de picaresca, con todos los ingredientes de explotación de la credulidad y la avaricia de la gente.

Precisamente, recibí ayer un mensaje en mi móvil en el que me decían que, por mi cara bonita, me había tocado un coche en un sorteo en el que no había participado. Me hubiera llevado una alegría si no hubiera habido algunos detalles que me hicieron sospechar. Para empezar, ese mismo día, por la mañana, había visto mi cara al afeitarme y no podría definirla como «bonita». Además, he comprado montones de rifas en mi vida y nunca me tocó nada. Que me hubiera tocado sin jugar me pareció raro. Por eso no me animé a mandar el mensaje que me pedían y quizá perdí la oportunidad de hacerme rico, pero más bien pienso que privé a algún jeta de reírse a mi costa. Tampoco me fío de los que salen en la tele ofreciéndote fortunas sólo por saber cuántas son dos por dos, porque me consta que hay jóvenes con el título de Ingeniería que sufren para llegar a fin de mes. Si alguien me pide que gaste unos euros en rifas para subvencionar las fiestas de Santo Cau en Villaconejos, pues los doy «encantáu», pero si es para pagar las fiestas de Berlusconi en Villa Certosa, pues va a ser que no.