La rivalidad política no hay que inventarla. Existe desde el primer día. Sin embargo, la verdadera es la que se produce dentro del propio partido que es donde se disputa el puesto en la candidatura o el cargo. La otra, la que se refiere al adversario natural, forma parte del montaje escénico y apenas hay que tenerla en consideración.

El conservador Disraeli y el liberal Gladstone discutían en el Parlamento pero lo suyo nunca llegaba a los extremos de la enemistad que, por ejemplo, se profesaban Silvela y Romero Robledo, los dos conservadores, o Sagasta y Gamazo, ambos liberales, que con sus enfrentamientos llegaron a poner en peligro la supervivencia de las organizaciones donde militaban. Un día, Silvela le preguntó en un tono más distendido de lo acostumbrado a Romero Robledo qué pensaba de él. Y Romero le contestó: «Exactamente lo mismo que piensa usted de mí».

Suceda lo que suceda, Zapatero y Rajoy, Rajoy y Zapatero, nunca llegarán a detestarse tanto como Esperanza Aguirre y Ruiz Gallardón. Tal es el odio africano que se tienen y lo han representado en tantas ocasiones, que cuando recientemente un micrófono abierto traicionó a la presidenta de la Comunidad de Madrid y se escuchó el «hijoputa» que los lectores ya conocen, la práctica totalidad de los medios informativos vio en el alcalde de Madrid el destinatario del insulto. Sin embargo, ahora se ha demostrado que no es así, que estábamos equivocados, que el «hijoputa» era un consejero removido de puesto en Caja Madrid, al que Aguirre le ha enviado una carta para disculparse. Efectivamente no era Gallardón el denostado, pero sí un alto cargo suyo.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Dama del Imperio Británico, debería haber obrado en consecuencia ante la insistencia de los periodistas que le preguntaban por el alcalde de Madrid. Tendría que haber respondido: «En este mundo hay más de un hijoputa, ¿no creen?».