Una de las escenas más empapizantes y perturbadoras del pasado muy reciente es la de la actitud servil de muchos polacos llorando la muerte del presidente de su nación, con manifestaciones del todo inconcebibles en personas adultas que, suspirosas, hablaban del estado de desamparo y orfandad en que acababan de quedarse y se preguntaban estúpidamente qué iban a hacer, quién se ocuparía de ellas como protector y guía. Era odioso y repugnante ver que una parte de un pueblo libre se sintiera siervo, doblado hasta lamer el polvo pisado por su señor y amo, tan necesitado de un jefe director, tan amedrentado por la falta del pastor del rebaño a merced del lobo, tan dependiente de un capitán, dueño del mapa y de la brújula para llevar el barco de la patria por el buen camino.

Si la muerte, súbita e inesperada debida a un accidente o a un infarto fulminante como el rayo, de un gobernante provoca esa clase de sentimientos, sensaciones y palabrería, sólo significa que en ese país se vive o se vivió demasiado tiempo bajo la bota aplastante que genera la sumisión exigida por el fascismo, el nazismo, la dictadura, la tiranía y el despotismo.

Y lo llamativamente aterrador es lo que sucede en los antiguos territorios de la URSS, donde no desaparecieron la servidumbre ni las supersticiones, y los popes colaboracionistas continuaron aherrojando a los fieles. En realidad el hecho no llama la atención ni aterra, porque es una simpleza de mentes cautivas no saber que, cuando la revolución que empieza por abajo es estrellada sin contemplaciones por los enmascarados que continuaron arriba, pasa eso.

A la gente no le gusta ni pizca que, por decreto, todo el mundo deba ser ateo o simularlo ni hacerse el católico o fingir ser cátaro o luterano. Tampoco les hizo nada de gracia a los paleocristianos que hubiera rabinos que trataran de adoctrinarlos, ni a los judíos que los seguidores de Saulo de Tarso, ciudadano romano que debido a un accidente de tráfico camino de Damasco encontró a Cristo, quisieran comerles la yod de sus textos santos, que equivale a algo así como la desfachatez de ponerles los puntos sobre las íes o regarles las plantas de secano de su jardín al prójimo, sin que éste les pida esos favores.

Y ahora parecido malestar producen los empecinados en condenar la homosexualidad, declarándola causa eficiente de la pederastia, eximiendo, así, al celibato de ser responsable de esa cruel aberración. Es cierto que puede haber homosexuales pederastas, como los hay heterosexuales, casados, solteros, padres, abuelos, jóvenes o viejos. Pero lo cierto es que la torrentera de las denuncias de tales actos criminales con menores está cayendo sobre sacerdotes católicos, no sobre los pastores protestantes, que son libres para casarse o permanecer célibes. Tampoco hay acusaciones al respecto de monjas de ninguna orden ni confesión, detalle del que no se habla, porque, ya se sabe, las mujeres, sean esposas de Cristo o de un hombre que no tenga nada de divino, o bien carezcan de marido humano o divinal, o se trate de viudas especiales como María de Nazareth, que lo sería durante un tiempo de su vida, ya que José le llevaba muchos años, aunque la iconografía la presente siempre como joven doncella o enlutada madre doliente, son mencionadas casi siempre no para bien.

Ah, mientras escribo esto en el cacharro del ordenador, en el del televisor se emite la serie de los anuncios que nos recomiendan productos para las pérdidas de orina, para evitar los gases que nos inflan, para escaquearnos de la osteoporosis, de la adiposidad, de la sequedad vaginal del climaterio, de los calores de la menopausia, de la piel grasa, del cabello pobre, triste y ralo, del vello excesivo, de las varices y arañas de las piernas. Todo ello altamente irrespetuoso con la mujer. No respetar significa burlarse de las diferencias. No respetar es un signo de nazismo. El nazi sólo se respeta a sí mismo y a quien considera que es como él. El nazi, consciente e inconsciente, ay, no acabará a la vez que la edad del papel impreso. Qué tristura, tristeza, tristitia.