Zapatero ha augurado por enésima vez el fin de la crisis, en medio de la mayor tormenta que sacude a la economía española de los últimos años. «Hemos tocado techo», ha dicho el presidente del Gobierno, mientras el déficit público sube otro 15 por ciento, el paro se incrementa hasta superar los 4,6 millones de desempleados, y al mismo tiempo que el riesgo del impago de la deuda pública alcanza su máximo histórico y el bono se dispara. En enero de este año Zapatero, que ahora ve alcanzado el techo del malestar económico, decía que objetivamente ya había pasado lo peor, y el pasado julio sus palabras eran que España había tocado suelo. Entre tanto, el nerviosismo se ha adueñado del Gobierno por las críticas de los organismos internacionales con respecto a los planes para reducir el déficit y el famoso riesgo de contagio del llamado «efecto griego».

Lamentablemente, la delicada situación induce a sospechar que de la misma manera que no sólo no se ha tocado techo o suelo en lo que atañe a la crisis, también estamos lejos de hacerlo en descrédito internacional. La prensa especializada se ha encargado de dejarlo patente. El «Financial Times» adelantó en septiembre de 2008 que en España se podía ver la cara más dramática de la recesión, debido al déficit por cuenta corriente. El diario británico, en su análisis de entonces, se refería a Portugal, Irlanda, Grecia y España como los «cerdos» («pigs», por sus siglas en inglés). Sostenía que hace ocho años los cerdos volaban y sus economías habían llegado a dispararse gracias a la «eurozona», pero que estaban cayendo nuevamente a la tierra. Por despectiva que pueda resultar la adjetivación, no se puede decir que el «Financial Times» haya estado menos acertado en sus previsiones que el Gobierno español. Para comprobarlo basta con remitirse a los hechos: en la actualidad los principales diarios económicos europeos y americanos resaltan un día sí y otro también en sus análisis el contagio de Grecia en la economía española y coinciden en criticar la escasa capacidad del Gobierno de Zapatero para contrarrestar la situación con medidas eficaces. El papel insignificante jugado en la Presidencia europea sólo sirve para arrojar más sombras sobre el jefe del Ejecutivo español.

Paralelamente al descrédito que sufre la política española por su incapacidad de maniobra frente a la recesión, un vendaval de desprestigio sacude a la justicia como consecuencia de la campaña por el proceso contra el juez Garzón y la sentencia aplazada del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán. De ello se hace eco también la prensa internacional, en buena medida atraída por la instrumentalización que desde los sectores de cierta izquierda se intenta hacer del enjuiciamiento del magistrado de la Audiencia Nacional y el influjo de la corriente de antifranquismo sobrevenido, que desde otros lados se ve como una cortina de humo para tapar el verdadero drama de la economía y el paro. En un clima absolutamente visceral y en medio de una presión sin precedentes al estamento judicial, apenas ocupan tiempo las acusaciones de prevaricación contra el polémico juez por olvidarse de la Ley de Amnistía de 1977, y en un segundo plano quedan las otras dos causas abiertas contra Garzón por supuesto cohecho y por ordenar las escuchas de los abogados de los implicados en la «trama Gürtel». El «juez campeador» aparece envuelto en este torbellino de pasiones y a ojos de algunos debería ser el único español inmune a la ley.

El caso es que al descrédito de Zapatero por su escasa capacidad de maniobra ante la crisis, tanto en España como en la Presidencia europea, se suma el ruido que este país está produciendo en el exterior por la reavivación del enfrentamiento guerracivilista, precisamente cuando la transición española significó un admirable ejemplo del comportamiento cívico de toda una sociedad, empeñada en enterrar los demonios del pasado y promover, por medio de una amnistía, la más generosa reconciliación nacional que se recuerda. Ahora, aunque cueste creerlo, se procede de la peor manera y en la coyuntura más difícil a revisar peligrosamente ese espíritu de convivencia, al igual que desde hace un tiempo el Gobierno se dedica -de ahí el cada vez más espinoso asunto del Estatut- a poner patas arriba el edificio constitucional mantenido durante estos años, que ha permitido un crecimiento solidario de las distintas regiones.

La situación es tan grave, según todos los indicadores, que para superar los escollos que plantea haría falta un compromiso real de las fuerzas políticas y sociales que probablemente no sería posible sin el pacto de salvación nacional que los españoles han reclamado en más de una ocasión: unos acuerdos parecidos a los de la Moncloa de 1977. El interés sectario del PSOE en señalar al Partido Popular como heredero del franquismo y la irresponsable ambición de este último por llegar al Gobierno caminando sobre las cenizas del PSOE, que inevitablemente afectarían también a España, han impedido seguramente hasta ahora que el pacto necesario pueda prosperar. Con un amplio acuerdo quizás podrían tomarse las decisiones que el economista Luis Garicano propone para salir del atolladero: saneamiento del sector financiero, consolidación fiscal y reformas estructurales capaces de incrementar el crecimiento económico. Estas decisiones incluirían cambiar la Ley de Cajas para acabar con la parálisis impuesta por los gobiernos regionales, acordar con el PP la reforma de las pensiones y aplicar recortes sustanciales del gasto social en las administraciones públicas. Y, por último, acometer las reformas pendientes: educativa, laboral, del mercado de la vivienda y otras. Las medidas, de acuerdo con el economista de la London School of Economics, traerían el alivio a los españoles e inyectarían ánimo en los inversores.

El clamor para que Zapatero y Rajoy actúen empieza a ser general; les queda intentarlo o dejar el paso a otros para que España afronte de una vez el gravísimo reto que tiene por delante.