Spencer Tracy nunca le dijo a Katharine Hepburn que la quería, y en esa contención se adivina la mayor prueba de amor imaginable. Gracias a la parquedad verbal, unida a la ausencia de matrimonio, su relación duró hasta la muerte. No andas muy seguro de tus sentimientos si necesitas exteriorizarlos. De ahí el recelo obligatorio ante la expansión de Javier Bardem en Cannes. El actor sigue la estela de Zapatero en el Parlamento y, en lugar de aprovechar su premio para rendir homenaje a Garzón, se hace el harakiri en público con una sonrojante declaración a Penélope Cruz. Rodeado de franceses, para rematar su mal gusto.

Tanto Zapatero como Bardem han sucumbido a su acuciante naturaleza. El presidente del Gobierno se moría de ganas de soltarle cuatro frescas a los trabajadores, y de decretar una rebaja en sus emolumentos. El actor es un falso duro, a falta de decidir si su traición es más grave como varón o como español. La intimidad tiene su propia higiene y, al violarla, autoriza un análisis público. Es posible que el novio de Penélope Cruz haya procedido a su «character assassination» para liberarse de la insistencia de su novia sobre sus sentimientos. Craso error, porque su proclamación universal no saciará la ansiedad de la destinataria. Siempre creemos que no nos aman lo suficiente, porque somos conscientes de la insuficiencia de nuestro amor. La pareja seguirá sometida al siguiente diálogo:

-¿Me quieres?

-Ya te lo dije en Cannes.

El amor no sirve como excusa para rehabilitar a los dos actores más antipáticos del firmamento, cuyos Oscars corresponden a la interpretación de un psicópata y de una chillona histérica racial. En todo caso, el sentimiento desbordante entre Bardem y su Cruz otorgaría argumentos a los partidarios de las afinidades genéticas sobre las electivas. Ya pueden pasear de la mano, como una versión prosaharaui de los Príncipes de Asturias. Salvo que el poemario de Cannes sea mentira, en cuyo caso habríamos asistido a la mejor actuación de Bardem.