A lo mejor, o a lo peor, el festival de Eurovisión es un reflejo de lo que pasa en el continente y una especie de predicción de lo que esté por venir. Hay países que suelen votarse entre sí y hacen piña: que si las naciones ex comunistas, que si las balcánicas, que si las escandinavas, etcétera, y España y Portugal se solidarizan mutuamente, aunque todavía no se ha logrado el apoyo recíproco entre los «pigs» (Portugal, Ireland, Greece y Spain).

Es decir, que los pobres mediterráneos periféricos no se alían contra los ricos con el mismo fervor que los del Este. ¿Quiénes son los ricos de Eurovisión? Pues los que más dinero ponen en el festival y cuyas canciones concursan automáticamente: Francia, Reino Unido, Alemania y, aunque parezca mentira, España, que nunca se pierde una folclorada. Dado que se cuelan y pasan directamente a la final, estos países suelen cosechar poco entusiasmo, a excepción de lo sucedido este año con Alemania. Pero España, o por colarse siendo pobre o por no hacer piña con otros, suele arrastrarse por el final de la tabla.

Total, un continente ingobernable que algún día se partirá incluso en la parte aparentemente más sólida, la de la Unión Europea, cuya principal fragilidad y tensión consiste hoy en día en que la misma moneda circula por países vigorosos, aun en la crisis, y por otros que se han despeñado.

Pero, además de la geopolítica musical, podríamos trazar un paralelismo entre la actuación española de este año en Eurovisión y ese momento de honor y gloria de la Presidencia de turno ostentada por Zapatero. Pues bien, lo que hemos visto es cómo el «show» era dinamitado desde dentro mismo del país, con un espontáneo español que saltó al escenario mientras el cantante disimulaba a duras penas. Ya se sabe, Rodríguez Zapatero inició la Presidencia de turno de la Unión con gran entusiasmo y aparato propagandístico, pero a la mitad del número le asaltó la mayor convulsión de la economía española contemporánea. También es cierto que su canción sonaba a derrumbamiento.