Cuesta creer el nivel de consenso que se ha alcanzado entre la clase política con la presente crisis. Todos están de acuerdo en que la situación es complicada. Todos están de acuerdo en que los responsables de haber llegado a este punto son otros. Todos están de acuerdo en que, para salir de la crisis, harán falta sacrificios y todos están de acuerdo en que esos sacrificios han de realizarlos otros. Desde el final de la transición no se había visto semejante unidad, lo que demuestra que, cuando hace falta, esta gente es capaz de olvidar los intereses del partido (en bien de sus intereses particulares) y de colaborar todos juntos para empujar el país (barranco abajo).

Un claro ejemplo lo hemos tenido en el frustrado intento del gobierno de cortar de manera inmediata y radical el endeudamiento de los ayuntamientos. Fue salir el pobre Zapatero con la propuesta y lograr la unanimidad. Todos los ediles del país, sin importar la adscripción política, se le echaron encima. Porque, aunque el símbolo del poder de un alcalde sea su bastón, su verdadera varita mágica es la chequera. Con ella se pagan favores, se aseguran apoyos y se compran votos. Sin ella, la alcaldía pierde todo su atractivo.

No puedes colocar a los hijos de los amigos. No puedes dar contratos sustanciosos a las empresas de tus colegas. No te ríen las tonterías ni te aplauden las perogrulladas ni te invitan en los bares. Sin chequera, un alcalde no es más que un funcionario interino y, para eso, no merece la pena meterse en política. Y no es que no sea imprescindible un plan de austeridad para los ayuntamientos españoles, cuya deuda alcanza la astronómica cifra de treinta mil millones de euros. Haber logrado acumular un pufo de semejante categoría a pesar de las importantes ayudas europeas y nacionales y del fuerte incremento de ingresos durante el boom de la construcción no ha tenido que ser fácil. Han sido necesarios niveles de megalomanía, corrupción e incompetencia enormes. Ha hecho falta pagar muchos apoyos nombrando concejales de hacienda (liberados y con buenos sueldos, por supuesto) a politiquillos que nunca habían estado, ni siquiera, cerca de un libro de contabilidad y que lo único que habían leído del «pasivo» había sido en las páginas de contactos, y concejales de urbanismo a individuos que no eran capaces de distinguir entre un PERI y una manzana.

Ha sido necesario colocar a dedo a un montón de colegas mientras se privatizaban los servicios públicos, adjudicándolos a dedo a otros colegas, de manera que cada vez hubiera más gente haciendo menos. Han tenido que comprarse muchas baldosas y muchas farolas a precio de amigo. Han tenido que excavarse muchas zanjas, taparlas, volver a abrirlas y volver a taparlas, una y otra vez. Han hecho falta muchas recalificaciones provechosas y muchas expropiaciones ruinosas. Han tenido que erigirse muchas obras faraónicas, tan pretenciosas como inútiles, a mayor gloria del reyezuelo de turno. Han sido necesarios muchos viajes oficiales, muchos banquetes a cuenta del erario público y muchos libros de autopropaganda. Ha sido necesario, en fin, que una horda de políticos haya tomado por asalto los ayuntamientos, los hayan saqueado a conciencia y se haya repartido alegremente el botín, sin que los ciudadanos hayamos hecho nada por evitarlo.