Se plantó en la plaza, en un par de minutos, desde su casa en aquella calle de la Playa de San Balandrán, siguiendo luego por El Balandro, paralelo a ría, aunque a contracorriente de la misma.

La plaza de San Telmo era su referente obligado para el reposo que requería el repaso a la prensa. Sentado en el banco más favorecido por la sombra de la gruesa palmera que preside la exótica plaza, pudo leer que el estatuto catalán estaba siendo jugado al tute político y que en el mundial sudafricano destacaban David Villa y Sara Carbonero.

Se incorporó. Dobló el periódico y se puso en marcha hacia Alemania (avenida) para tomar la Constitución, alameda ancha y despejada con brusco final en La Plata (carretera), y que enlazaba con la calle de Eduardo Carreño Valdés, el más genial y desconocido científico de la ciudad. Dobló a la derecha y cogió la ¿calle? que le habían dedicado -grotescamente- a Suárez Inclán, destacado político en tiempos de la revolución industrial, continuando luego por la minúsculamente ridícula del Marqués de Pinar del Río, aquel que regaló el primer alumbrado público de Asturias a sus paisanos, que de esta forma le pagaron tan larga, como encendida, generosidad.

«¡Manda huevos!», masculló, mientras en dos zancadas se plantaba en la calle Uría, donde está ubicado el único museo local.

Cruzó una glorieta y enlazó con el Fuero, calle que interrumpió al poco para coger un atajo, a la izquierda por El Quirinal, hacia Juan XXIII, que terminaba -vaya por Dios- en la plaza del Vaticano. Allí, en el fronterizo parque, buscó un banco que le diera tregua, antes de reemprender la caminata que le estaba llevando a comer, a casa de un amigo en Versalles, y al que acudirían también otros dos colegas: uno desde Las Vegas y otro desde Valparaíso, poblaciones del extrarradio. Todos los años repetían este encuentro, en el que ponían a prueba su memoria de tiempos infantiles.

Y fue, sentado en aquel parque conocido en el pasado como el "del Retiro", cuando cayó en que la zona de la ciudad que había transitado era desconocida para muchos, quizá porque al ser de nueva urbanización, nunca pudo ser contada ni cantada por aquellos escritores que ensalzaron la tradicional villa histórica.

Y recordó que Palacio Valdés la llamó «Nieva», Españolito: «Miracielo», Juan Ochoa: «Nubareda» y Pérez de Ayala: «Villaclara».

Y reparó, con asombro por no haberlo hecho jamás, en que ninguno de estos clásicos, casi nunca la hubiesen citado, en sus libros, por su verdadero nombre.

O sea, Avilés.

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