Algo tiene el agua cuando la bendicen y más la del Eo, porque de sus riberas son algunas personas excepcionales y quizá sobre todas Manuel Díaz Ron, que acaba de fallecer en la Francia que lo adoptó tras haberlo extrañado su España natal.

Manuel Díaz allí, Manuel Ron aquí y Manolo para sus amigos españoles, que le adoraban, es uno de los asturianos más destacados de la segunda mitad del siglo XX y no digo el más porque ahí están la Princesa Letizia, Fernando Alonso y, en el recuerdo inolvidable, Severo Ochoa.

Hijo de exiliado, desarrolló en el país vecino una carrera política y, más aún, empresarial -y sobre todo como referencia moral- de la que apenas se tiene noticia en su tierra de origen, pero que está fuera de toda duda.

A mi juicio, su enorme éxito estuvo basado en la suma de una gran cabeza y de un formidable corazón.

Cuando alguien fallece las palabras se disparan cargadas de calificativos positivos y en grado superlativo. En este caso no hay retórica porque se ajustan exactamente a la realidad. Controlaba todo con sus poderosas neuronas y juzgaba sabiamente con sus pálpitos generosos. Valga una anécdota personal que me permitirán porque procede y mucho:

El pasado miércoles lo llamé para felicitarle por su 86.º cumpleaños. Desde agosto, en que me dijo que le habían hecho unos análisis con malos resultados, sabía que estaba grave. Lo decía con naturalidad.

Pues bien, lo felicité, me dio las gracias con una voz un poco más fuerte -un poco menos débil- que en las últimas conversaciones que habíamos mantenido y de inmediato me dijo: «Esto se acaba, aprovecho para despedirme de ti». Protesté cariñosamente y le repliqué que, en fin, estaba deprimido. Insistió en la despedida, me envió un abrazo y me dijo textualmente y con toda serenidad que se iba a morir «en uno o dos días».

Fue a las 30 horas. Excepcional en y hasta la muerte.