Nada es tan nuestro como lo que nos han robado. Y es mucho lo que ha sido sustraído de los bolsillos, de los sentimientos y de las esperanzas que, a pesar de la inevitable marea de la vida, aún guardábamos. De nuestros bolsillos se han llevado casi todo, a nuestras vidas cotidianas les han arrebatado la poca esperanza que guardábamos y a nuestros sentimientos los han abocado a un pozo negro lleno de amenazas desconocidas todavía y el temor de verlas aparecer en cualquier momento por el brocal, nos han quitado hasta el sueño necesario para reponer las pocas fuerzas que el comienzo de una nueva jornada requiere.

Evidentemente, estas pocas palabras sólo serán familiares para aquellos que se debaten en el paro laboral, en la precariedad cotidiana privados hasta de lo más elemental para sobrevivir o en los que esperan cualquier forma de desahucio inminente. Para los indigentes, estas palabras ya han perdido el sentido mucho tiempo atrás. Para los que estas palabras parecerán exageradas, llenas de demagogia o incluso, peligrosamente indignadas, son precisamente aquellos que viven en la ebriedad de la cima, ya sea en lo monetario o en lo político.

¿Qué puede pensar el que ocupa uno de los escalones más bajos socialmente? Pues seguro que pensará que todas esas jubilaciones, indemnizaciones o pagas extras y millonarias para los altos ejecutivos de la banca u otras grandes empresas no son más que una nueva afrenta a todo lo ya recibido. Siempre teniendo en cuenta lo que ha salido de lo público, lo que se ha reflotado a costa de lo que era de todos. Porque no es obligatorio dar limosna al que la pide, pero sí es obligatorio, en el caso de no darla, no reírse de él para humillarlo o encima agredirlo por apestoso y marginal.

Por otro lado, hay una cierta cumbre política, que vive en el limbo donde han desarrollado los tentáculos que actualmente les sirven para perpetuarse en el poder sea cual sea éste. Son los que un día comenzaron de concejales, luego se convirtieron en alcaldes, pasaron más tarde al Parlamento de su autonomía, los más favorecidos desembarcaron en el Parlamento de la nación, se creyeron senadores imprescindibles por un tiempo y si todo esto se acababa, el partido ya les proporcionará un retiro dorado en cualquier otro lugar, donde podrán disfrutar de una enorme jubilación, una paga de por vida e incluso los más vivaces ocuparán puestos en consejos de administración privados sin perder un ápice de sus privilegios. Porque no andemos con rodeos, nadie ha oído la frase: ¿Y si ahora me quitan el puesto, qué hago yo?

Pues a todos éstos y a muchos más que puedan quedárseme en el tintero, sin olvidar a todos los que metieron la sucia mano en las arcas de lo público, puedo decirles que lo que nos han arrebatado fue conseguido por la astucia o por la fuerza. Y si algo de cordura les queda, que piensen que quien no actuó en su momento con rectitud y honradez transparente como el cristal, ha sido uno de los perpetradores del expolio a sus semejantes. Y que más le vale que todo lo que se han llevado le sirva para algo, porque estoy seguro que pesará en sus conciencias para siempre como una losa de granito, aunque sus conciencias sean míseras, porque el latrocinio lleva en sí el hedor del auténtico pecado y éste no tiene nada que ver con ninguna de las religiones que existen. Este pecado es mucho más infamante que aquellos que puedan ser perdonados tras una severa contrición y arrepentimiento. Robar para enriquecerse es una infamia, una deshonra innecesaria, se me antoja que es también, aunque muchos no lo sepan, un insulto a uno mismo. Robar, y no puedo callármelo, es peor que el peor de los plagios.