El «Boletín Oficial del Estado» correspondiente al pasado 25 de febrero de 2012 publica el real decreto ley 4/2012, de 24 de febrero, por el que se determinan obligaciones de información y procedimientos necesarios para establecer un mecanismo de financiación para el pago a los proveedores de las entidades locales.

En principio, nada hemos de objetar desde la perspectiva de su autorización constitucional, a la utilización de esta figura normativa de decreto ley, máxime teniendo en cuenta, y somos plenamente conscientes de ello, los turbulentos tiempos que corren, en los que los acontecimientos económico-financieros dominan sobradamente y van infinitamente más rápidos que las decisiones políticas, siempre sobrepasadas por la realidad.

Pero también es bien sabido por todos que gobernar a golpe de permanentes decretos leyes urgentes constituye una muy mala técnica jurídica, en todos los campos del derecho, con serios riesgos de incurrir en graves errores, cual podría ser el supuesto que analizaremos ahora, por falta de la siempre ineludible reflexión legislativa y del sereno debate político saludable.

El precitado decreto ley, manteniéndose íntegramente, y aun agravadas, las exigentes restricciones de acceso al crédito y las dificultades de financiación de las empresas y su competitividad, ha tenido ya dos precedentes, constituidos por los intentos fallidos previos del RDL 5/2009, sobre medidas extraordinarias y urgentes para facilitar a los ayuntamientos el saneamiento de sus deudas pendientes de pago con empresas y autónomos, y el RDL 8/2011, de cancelación de deudas con los mismos contraídas por las corporaciones locales, y así se confiesa de los mismos en el que ahora nos ocupa, con expresa y directa alusión a su «escasa eficacia».

Pues, bien, mucho nos tememos que algo igual o parecido va a ocurrir con esta última disposición urgente, y ojalá nos confundamos, aunque éste no sea el motivo del presente análisis, algo más jurídico, que intentamos seguidamente.

La absoluta y creciente falta de ingresos, el elevado volumen de servicios prestados por las entidades locales y la impunidad de que disfrutan las malas gestiones constituyen la clave del grave problema de los 78 municipios asturianos, aunque la deuda pública se concentra, fundamentalmente, en 24 de ellos, de entre 5.000 y 20.000 habitantes, calculándose por la patronal que, entre todas las administraciones de este rango, asciende a 500 millones en Asturias.

Es una obviedad que no existe consonancia entre los actuales escasos ingresos de los ayuntamientos y el elevado número de servicios que prestan los mismos, a veces pertenecientes en su competencia a otras administraciones públicas, y con equipamientos muy caros, en muchas ocasiones de mantenimiento insostenible. Pero lo que el ciudadano no comprende, ni menos aún el empresario proveedor, es cómo ha podido contratar la Administración si no se acredita la existencia previa de crédito y se fiscaliza el gasto, conforme exige la ley de contratos. Si, efectivamente, cuando se inició el expediente se hizo, no se comprende por qué ahora no hay dinero -salvo que todas las previsiones presupuestarias fueran erróneas-, y si no la había, no se debió contratar.

Ahora, de rondón, este real decreto ley soluciona este problema con una especie de «amnistía general», eliminando toda responsabilidad de los municipios que cuando reciben las llamadas de sus acreedores preguntando por fechas de pago se limitan a encoger los hombros y responder el conocido «no hay dinero». Pero ésta no es la cuestión que ahora nos preocupa aquí, pese a su gravedad y trascendencia.

Y también, aunque no sea lo más destacable que nos interesa en este análisis, sí queremos resaltar inicialmente que, como siempre, con el actual RDL 4/2012 que comentamos, las mayores beneficiadas serán las entidades financieras que acudan a su cumplimiento, pues percibirán unos intereses muy superiores al 1 por ciento al que el Banco Central Europeo les ha prestado el dinero en fechas recientes, y ello sin dejar de lado que nada se dice sobre gastos y comisiones, pero nos podemos suponer quién va a cargar con todo ello.

Consideramos que esta disposición urgente actual, pomposamente «vendida» por el Gobierno como el nuevo «maná», que está removiendo todas las aspiraciones legítimas de cobro de deudas muy atrasadas, mucho nos tememos, constituye una engañifa más para los acreedores de las administraciones locales, que sufren un muy grave retraso en el pago de sus obligaciones, y soportarán, una vez más, otro nuevo desencanto al enfrentarse a la realidad. «Un lío enorme», ha dicho la CEDE, añadiendo que el decreto ley en cuestión no va a solucionar los «problemas de asfixia» de los empresarios acreedores.

La exposición de motivos de esta famosa norma urgente es de una muy dulce y entrañable redacción, con medidas de carácter extraordinario, se dice, y con un supuesto mecanismo sencillo de pago y cancelación de deudas de las entidades locales con sus proveedores, de obras, suministros o servicios. Pero la misma nada tiene que ver y se aparta ostensiblemente del articulado o parte dispositiva, por cuanto en ésta se exigen una serie de requisitos, que a veces devienen verdaderamente abusivos o, al menos, perniciosos para los empresarios acreedores de tan elevada «deuda tóxica».

Sí servirá este acelerado procedimiento para aproximarse al conocimiento del Estado de las maltrechas arcas municipales, pero será sólo un acercamiento, pues en las relaciones que remitan voluntariamente los ayuntamientos al Ministerio de Hacienda ni estarán todas las facturas que son ni serán todas las que están.

En primer lugar, las deudas han de ser vencidas, líquidas y exigibles, con lo que todos aquellos empresarios que, por ejemplo, estén discutiendo sobre el montante de una certificación de obra, la liquidación de ésta o una revisión de precios, no verán satisfechas sus pretensiones con este mecanismo.

Tampoco se incluyen aquí otras deudas que últimamente vemos en prensa que atosigan a los ayuntamientos y que son las referidas a los contratos de los sectores de agua, energía, transportes y servicios postales.

La factura o certificación tiene que tener un registro de entrada o reclamación fechada antes del 1 de enero de 2012 y estar incluida en el ámbito de la ley de contratos del sector público de 14 de noviembre de 2011, texto refundido, entendiéndose por «contratista» tanto el adjudicatario de la licitación como el cesionario a quien se haya transmitido el derecho de cobro, normalmente entidades bancarias a quienes, en su día, se endosó el derecho de crédito, y eso, por supuesto, para el caso de que la Administración haya tomado razón del mismo, pues también, a veces, guarda en sus cajones estas peticiones de obligado despacho y muy sencilla tramitación, con el evidente perjuicio a los empresarios.

Y aquí viene ahora la «madre del cordero», a la hora de efectuar el pago real, puesto que, en primer lugar, y de esto no habían hablado jamás los representantes del Gobierno de la nación -incluso se ha negado-, se establece como criterio potestativo de prioridad en el cobro el descuento ofertado por acreedor, lo que resulta bochornoso e insultante, a todas luces, en estos tiempos. Esto es, aprovechando la peor situación, en muchos casos dramática, del contratista, si tiene prisa en cobrar, no le quedará más remedio que ofertar un descuento del importe de su crédito para cobrar con preferencia, con patente vulneración del constitucional principio de igualdad consagrado por nuestra Norma Suprema y, no menos importante, grave ataque a su dignidad. No parece que esta usuraria medida sea una buena solución, recayendo sobre las espaldas de empresarios y autónomos las consecuencias de los excesos de la Administración, pero, como siempre, sin que se depure responsabilidad alguna.

Y no queda ahí la cosa, pues ¿qué ocurre con los intereses moratorias de la «deuda tóxica» maldita y los costes de cobro, después de tanto tiempo esperando? Los contratistas y demás acreedores de los ayuntamientos, hundidos ya en la más absoluta miseria y hartos de esperar, además de «rebajar» el principal de su crédito, que legalmente debe estar previsto antes de contratar, si aceptan el pago, pierden automáticamente los indicados intereses y costes, en la mayoría de ocasiones muy suculentos, pues rondan el diez por ciento. Lamentable, vergonzoso e impresentable.

Y, en fin, otra desigualdad será que unos -los que por su mejor situación financiera puedan permitirse el «lujo» de esperar sólo unos meses más- cobren todo, con intereses, costes y costas procesales, si han reclamado judicialmente; y otros -los más débiles y apremiados- recibirán cuantías inferiores a las que tienen derecho desde el mismo nacimiento de la obligación legal. Inaudito. ¿Cómo se explica esto? Sencillamente, porque no se ha legislado con reflexión a través de una ley formal, con el oportuno debate previo.

¿Puede el Estado, con la excusa de la grave crisis imperante, obligar a los acreedores más frágiles de la entidades locales a renunciar a sus intereses moratorias y aun al cobro de su principal íntegro?

En resumen, un nuevo desengaño a la vista y otra trampa más a sortear por los agobiados acreedores, a quienes, por incumplimiento de las obligaciones legales de los ayuntamientos al contratar, se les empuja literalmente a coger lo que sea. Porque, «ojo al dato», que diría el otrora famoso cronista deportivo, si se rebaja el principal, después ya no hay derecho alguno a reclamar nada de nada. Es un finiquito.