La entrevista en LA NUEVA ESPAÑA a Aran, sobrina de Aznar, es un magnífico ejemplo de revisionismo histórico. Quien fuera presidente del Gobierno -o coronel, para hacerle mayor justicia- se proyectaba como hombrecito rudo, cargado de principios, rectilíneo, de esos lacados con fragancia «soberbia». Vamos, era un hombre incapaz de reírse de sí mismo, ya que se tomaba demasiado en «serio» (me da pavor esta tipología humana). Marcaba su sonora antipatía el adusto bigote que lucía, propio de dictadores como Paco Franco. Al acabar su desgobierno, refinó su imagen a la par que su bigote. Es más, presumió de una melenita de rockero de Coca-Cola que desentonaba tanto como sus pulseritas de colores, facha propia -nunca mejor dicho- de un moderno tardío o alguien que sale «del armario». Pero hete ahí que su sobrina díscola, alocada, despechugada y destetada rebautiza la acidez de Aznar para presentarlo como un cachondo mental. Tal acto de memoria histórica bien merece una loa a esa sobrina que ajusticia lo que el viento se llevó.

Cuenta Aran Aznar a este diario que su tío juega con los niños: les enseña la comida que tiene en la boca, les baja los pantalones... Mira por dónde, lo más interesante de Aznar se lo guardaba para la intimidad, en donde no sólo habla catalán, sino también gamberrea. Nadie en su sano juicio entenderá el enfado de Aznar con su sobrinísima. La socarrona muchacha humaniza la fría biografía del tipo más avinagrado y detestado de Moncloa. Se mire por donde se mire, Aznar es hoy menos rancio, menos soberbio, menos mito para la derecha. Se me saltan las lágrimas al imaginarlo en Nochebuena poniéndose «tibio de chocolate belga». Esto, leído a bocajarro, despierta una sonrisa en el lector. La chavala es prudente, pues en ningún momento dice que devoraba el chocolate como sustituto -o complemento- sexual. Esas obscenidades hermenéuticas de sentido freudiano apenas se imaginan en un lector «normal». Tanto es así, que la chiquita se siente ilusionada con la idea de retornar a casa de los Aznar por Navidad. Así sea. Y que nos lo cuente en Sálvame o en donde sea, pero que fluya su verborrea, pues, si el político Aznar apenas interesa, su novelesca vida hogareña nos apasiona. Aran, cariño, si me lees búscame. Juntos escribimos las memorias de tu tío.

Que a nadie le pase desapercibido otro miembro de la familia Aznar. La madre que lo parió, tan presente en muchos durante largo tiempo, es una abuela al uso. Se convierte en una mujer entrañable que apoya a una nieta que, como tantos, pasa apuros económicos. Aran sustenta a tres hijos de distintos padres. Ante un inminente desahucio, prefiere soltarse la lengua y los pechos para sacarse un dinerillo. ¿Qué abuela no entendería esto? Como en cualquier familia, la abuela es la pacificadora intermediara que aconseja a hijo, nuera y nieta. En verdad, la historia sólo perjudica a Aznar en que lo deja como mal hijo: «Hombre, José Mari, si tu madre respeta a su nieta, háblale a la sobrina». Se barrunta en la escena el analfabeto emocional que siempre fue. Al fin y al cabo, la simpática bocazas de Aran ajusticia la leyenda humana de un tipo antipático como Aznar. Por eso, le hablaría a éste de tío a tío: si a mi sobrina Isabel le diera por hablar de mí en esos términos jocosos, la querría mucho más. Aunque es un bebé, espero que recuerde mi figura como la de un cachondo mental, nunca un belicista o aburrido como él. Piénsatelo, tío Aznar. En confianza, de tío a tío.