No podía dar crédito; lo tenía delante de mis ojos y me costaba creerlo; poco me faltó para pellizcarme y comprobar si se trataba de un dulce sueño. Pero no: estaba en tiempo real, y me encontraba en el refectorio de la iglesia de Santa María de las Gracias (Santa Maria delle Grazie), ante la obra más majestuosa que pintara uno de los mejores artistas de toda la historia de la humanidad. Me encontraba ante «La última cena» de Leonardo da Vinci.

Era domingo 17 de marzo; había madrugado y, aunque la noche anterior había nevado y el techo de los coches dejaba ver una capa de nieve de unos cinco centímetros de espesor, me abrigué y, con calma, disfrutando del paisaje de las calles, cuando apenas se ve gente que las transita, me acerqué hasta la iglesia. El canto de oración me hizo entrar, franqueando su coqueto claustro, en una pequeña capilla donde se encontraban varios monjes y algunos seglares; en total, dieciséis personas. El ambiente era de paz y espiritualidad; un ambiente confortante. Al fondo, una tabla de la imagen de la Virgen milagrosa, de pie, coronada, con un manto azul, cuyos extremos, a derecha e izquierda, sujetan y elevan dos ángeles alados. El vestido, con caída hasta el suelo, de un precioso color rojo, con estampados dorados. A ambos lados, y de rodillas, el matrimonio donante. Un conjunto sencillo, pero, al mismo tiempo, delicado y agradable.

A las once en punto, el grupo (veinticinco personas cada cuarto de hora, y las entradas hay que sacarlas con un mínimo de dos a tres meses de antelación) al que yo pertenecía entró en el amplio refectorio y... ¡allí estaba: «La última cena»!

Sentí una emoción intensa: por la grandiosidad de la obra, por lo que representa, por su autor, por poder estar allí...

Se cree que Leonardo da Vinci invirtió cuatro años en su ejecución, finalizando en 1498, y que fue un encargo personal de Ludovico Sforza. El hecho de que decidiera una técnica que le permitiera añadir retoques y matices, después de un cierto tiempo, hizo que no aplicara la técnica habitual del fresco, por lo que comenzó a deteriorarse tempranamente (a los veinte años de su conclusión). Varias han sido las restauraciones, con mayor o menor éxito, siendo la última entre 1977 y 1999, legando la pintura mural más célebre de la historia del arte.

Fueron quince minutos, o toda una eternidad, el tiempo que estuve contemplando la obra. Me sentía levitar para estar a la altura de los comensales del fresco. No recuerdo haber quedado nunca tan maravillado ante una obra pictórica. Una mujer mayor, a grandes voces, exigía dejar vacía la sala para que entrara el grupo siguiente. Tuve que volver a la realidad, pero el recuerdo lo tengo grabado en mi alma.