Los analistas dan por superada la crisis porque España encadena cuatro años consecutivos de PIB positivos. El epicentro hoy de la mayor parte de las reestructuraciones, según los bufetes de abogados, ya no son causas económicas, sino otros retos, como la transformación digital y tecnológica. Las principales constantes han alcanzado la estabilidad, con perspectivas al alza para los próximos ejercicios. La productividad aumentó: fabricamos lo mismo con menos mano de obra. Existe, no obstante, escaso margen para el triunfalismo. Los puestos de trabajo no crecen en la cuantía suficiente para menguar rápido las lacerantes estadísticas de paro. Para una política de empleo eficaz resulta determinante contar con una industria potente.

Hubo en este país quien afirmó que la mejor política industrial es la que no existe. El encontronazo con la recesión supuso un baño de realismo. La UE persigue como una de sus grandes metas conseguir que la industria eleve su peso en el PIB de la Unión del 16% actual al 20% dentro de dos años. Asturias acumula hoy el doble de desempleo que antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. En el conjunto de España, pese al optimismo reinante sobre la buena marcha de la economía, el desfase alcanza proporciones mayores: el triple. Una tasa de paro muy superior a la de cualquier nación próspera de Europa con la que podamos compararnos.

El turismo bate récords. Pero los servicios, pese a su importancia, no van a tapar la brecha abierta por la construcción. Recuperar el nivel de renta previo al desastre -estimular por consiguiente el consumo y aumentar los ingresos fiscales con los que sostener el Estado del bienestar- entraña generar puestos de trabajo de calidad, evitando convertir en crónica la situación del núcleo de parados más damnificado por el derrumbe, los jóvenes. Para ese propósito el sector secundario emerge como determinante por su personal cualificado, sus salarios superiores y su gran efecto de arrastre sobre compañías auxiliares y otros ámbitos. Cuando Europa vuelve a hablar abiertamente de reindustrialización, esa tarea aquí no constituye una prioridad, ni tiene asignado un carácter estratégico.

España suprimió el Ministerio del ramo y troceó su poder entre los de Economía y Energía. Un apunte revelador: el Congreso debate estos días constituir una comisión para propiciar un pacto por el crecimiento industrial a instancias de la ministra de Empleo, que carece de competencias en la materia. Asturias conserva una Consejería de Industria que acaba de cambiar de titular. Su acción hasta la fecha no ha ido más allá de la asistencia a las empresas en conflicto o de la pura resistencia para conservar el statu quo. La demanda de planes de impulso empresarial constituye una de las exigencias recurrentes de la patronal y los sindicatos, siempre asumida y nunca concretada.

Lidiar con la incertidumbre marca estos tiempos de mudanza. Uno de cada cuatro trabajadores del metal va a retirarse en la próxima década y hay especialistas que sostienen que el 75% de los puestos de mañana aún están por inventar. El ritmo de creación de empleo empieza a desacelerar, alertó esta semana el Banco de España. En la misma apreciación coinciden otros institutos. Alarma suficiente, por si todavía no hubiera bastantes justificaciones, para imprimir con urgencia un empujón a las políticas industriales.

No es cuestión de subvenciones, que generan incentivos perversos y dinámicas extractivas, como ha quedado demostrado en estos años. Crear un clima facilitador ayuda más a consolidar y expandir el tejido productivo que diseñar incentivos o instrumentos financieros a la carta. Conseguir un entorno favorable supone, entre otras cosas, fomentar la competencia en igualdad de condiciones, abaratar la electricidad, suprimir tramas burocráticas absurdas, aplicar un modelo fiscal coherente y justo, anular normas regulatorias caducas que limitan la concurrencia, atender al cambio climático, engrasar sin traumas el tránsito hacia la robotización y la inteligencia artificial, impulsar nuevos mercados, como el biotecnológico, el nanotecnológico o el de las compañías verdes, y combatir los oligopolios, los pactos encubiertos de precios y los privilegios.

Nuestro núcleo industrial ha resistido bastante bien los embates de la tormenta y ocupa a 62.000 personas. Mientras en España el empleo en las fábricas cayó desde 2008 el 23%, en el Principado lo hizo sólo el 11,6%. El perfil del sector está lastrado por su déficit histórico de sociedades transformadoras, el reducido tamaño de las existentes -que cercena la exportación y la innovación-, su dependencia de los grupos térmicos, en regresión con la descarbonización y las normas ambientales, y una elaboración manufacturera de productos intermedios sin valor añadido. Pero existe capacidad para mucho más. O la región la moviliza o estará perdida. Si las empresas no cooperan, si hacen ascos al conocimiento, si no existe colaboración público-privada que allane el camino a la industria, Asturias acabará desalojada de los mercados más competitivos.