A los ministros de Justicia les ocurre lo mismo que a esos entrenadores que, tras una derrota dolorosa, empiezan la semana queriendo revolucionar el once para desembocar el domingo alineando a los mismos. No hay titular que no llegue a la cartera persiguiendo una amplia remodelación y todas acaban pinchando en hueso. Las cosas siguen igual o peor. Hasta vemos en estos meses a magistrados y fiscales manifestándose y haciendo huelga, un hecho insólito, para decir basta y plantear mejoras de todo tipo. La última reclamación desde Asturias afecta al mapa de Juzgados. Está tan vetusto y desarreglado que no sirve. El grito parece no importarle a nadie, siendo el poder judicial clave de bóveda para que la sociedad funcione.

Asturias cambió muchísimo desde 1834 en su estructura económica, la distribución territorial de la población y, sobre todo, las comunicaciones. Sin embargo, de esa fecha, hace casi dos siglos, data su mapa de Juzgados prácticamente inalterado. La reordenación para racionalizar los recursos y adecuarlos a las actuales necesidades viene siendo una reclamación recurrente. La reiteró hace poco el propio presidente del Tribunal Superior de Justicia de Asturias (TSJA), Ignacio Vidau, que fue explícito: "Hay Juzgados con un juez casi sin trabajo mientras que otros se encuentran sobrecargados". Además, muchas sedes pequeñas no pueden disponer de medios tan abundantes como los que se requieren hoy día, sí factibles en aglomeraciones mayores.

Reorganizar significa reubicar, trasladar y, en definitiva, compartir, algo que siempre genera suspicacias. En especial cuando la descentralización para acercar la Administración constituye el principio básico de la función pública en este país. Sindicatos y funcionarios no contemplan con tan buenos ojos una revisión de la distribución de Juzgados porque los aleja del ciudadano. Creen más oportuno aumentar personal en las salas. Sea como fuere, por un camino o por otro, la Justicia asturiana requiere atención y un revulsivo modernizador para no quedarse obsoleta y servir con eficacia a quienes la pagan, los ciudadanos.

El clamor de los afectados siempre ha encontrado como respuesta el inmovilismo. Cada sugerencia innovadora ha chocado contra la burocracia o la política. La fragmentación parlamentaria y la obligatoriedad impuesta por la diversidad de negociar a muchas bandas los asuntos importantes no justifican la ausencia de reformas, ni el aparcamiento de cualquier proyecto urgente y ambicioso. A los partidos se les llena la boca en la tribuna. Nadie luego concreta nada. El espíritu ilusionante de servir y progresar que alumbró la Transición ha sido reemplazado por el de la confrontación, la intransigencia y la propaganda. El primer intento de reorganización judicial chocó con las resistencias de las pequeñas villas, temerosas de quedarse sin Juzgado. La posterior propuesta de concentrar instancias en las capitales, con potentes tribunales del conjunto de especialidades, fue boicoteada esta vez por las grandes ciudades, que tampoco mostraron disposición a ceder.

Desde que se acabaron las mayorías estables, la parálisis invade la vida pública asturiana. Las tres últimas legislaturas, desde 2011, han resultado baldías. La anterior fue la del despilfarro, con gastos tan desmedidos como improductivos en la mayoría de los casos. Ahí siguen, como monumentos al despropósito, túneles cerrados, puertos sin barcos, centros para la fauna sin animales y una red de espacios lúdico-temáticos vacíos, sin estrenar o incluso ya demolidos por su condición de inservibles. La incapacidad para el acuerdo ha convertido la Junta General del Principado, el Parlamento regional, en un escenario para el pugilato de cara a la galería. Cada nuevo periodo de sesiones bate al anterior en improductividad legislativa y el Gobierno regional, sea por dificultades externas o por divisiones fratricidas internas, se limita a gestionar la rutina. Al continuismo. Poco se mueve en Asturias.

Cada vez que un gobernante español quiere avanzar resume sus aspiraciones evocando las bondades de las sociedades nórdicas, su elevada renta y su igualitarismo. Pero obvia las claves por las que esos países han conseguido semejante nivel de prosperidad. Según los sociólogos, la raíz del éxito noruego, sueco y finés está en la idiosincrasia de sus ciudadanos, que tienen arraigada una cultura participativa, otorgan enorme valor a los consensos, apuestan por una enseñanza exigente, miman sus servicios de salud universales y creen en el rol transformador de los gobiernos centrales y locales.

Uno por uno, todos esos aspectos no admiten parangón aquí: la política es un coto cerrado que expulsa a los mejores de la sociedad, nadie realiza concesiones para llegar a acuerdos, la educación está hecha unos zorros, de la sanidad sólo se habla para criticarla y las administraciones destacan por sus pugnas, no por su afán de liderazgo y cooperación. El mapa judicial es el ejemplo, uno más, de esa Asturias varada que hay que rescatar, la que no admite seguir mirando para otro lado.