Sobre la dificultad de poder considerar un buen hombre a quien no es un buen ciudadano ya habló Aristóteles en siglo IV antes de Cristo. Lo sucedido en estos primeros diez días de Estado de Alarma nacional con el Coronavirus nos ha permitido conocer las dos facetas de quienes nos rodean y gobiernan: su lado más humano, sus valores cívicos.

En la era de Instagram, ser simpático, divertido y solidario está de moda. El maquillaje, los trajes, la confortabilidad con la que transcurre la vida cotidiana de nuestra sociedad avanzada, especialmente en las ciudades; nos proporcionan a todos un halo de nobleza, de intelectualidad y de saber estar que no siempre se corresponde con nuestro verdadero ser, con la cara que damos en nuestro círculo personal más íntimo, es decir, la familia, los amigos. Ellos, como nuestros médicos, ellos sí nos conocen de verdad.

La imagen social proyectada que hoy se cultiva a golpe de foto y de frase tópica en las redes (esas armas que nos arrinconan en la cúspide del hedonismo y el egocentrismo compartido) se pone a prueba cuando cambian las circunstancias de un modo imprevisto, cuando llega la tensión y el miedo; cuando algo repentino, ajeno, externo, nos recuerda que somos mortales, que nuestra seguridad material es siempre relativa y que esa pretendida certeza de tenerlo todo controlado era solo un espejismo.

Nos había pasado otras veces con duros golpes individuales, como la enfermedad propia o de alguien cercano, como la pérdida en una tragedia. Pero nunca de esta forma colectiva, brutal e inesperada. Nunca con las altas dosis de terror televisado, de miedo físico y de inseguridad publicitada que ha traído esta epidemia, que no solo pasará a la historia por su impacto en vidas humanas, o en la economía; sino además, por el tratamiento mediático y el contagio en las redes sociales. Ha sido la primera peste de la era global. Y como tal, se medirá en muertos, en euros y en terabytes.

La enfermedad y la salud, la seguridad y la vulnerabilidad, el dinero y la vida, lo propio y lo colectivo, la solidaridad y el egoísmo€ Son pares de conceptos con significado personal y social que nunca más volverán a connotar lo mismo; ni cuando hablemos en la intimidad, ni en las conversaciones en los centros de trabajo, ni por supuesto en los debates comunes de la res pública. Los sociólogos, los politólogos, los expertos en comunicación, los psicólogos€, serán el ejército de analistas que vendrá detrás de los epidemiólogos, los médicos y los economistas, para tratar de analizar los restos de la batalla, los mensajes que se grabaron en las trincheras, los cadáveres empresariales y políticos, las deudas contraídas, e incluso los traumas generalizados -como origen de las nuevas corrientes de opinión y prioridades de gestión-.

Y podrá tener un buen final, si logramos superar todo esto, que lo haremos. Pero lo que parece claro - cuando apenas hemos superado la fase de negación y rechazo en la psique colectiva -, es que los expertos nos dirán que el miedo marcó nuestras decisiones, que la presión nos hizo caer en errores de cálculo (el momento, la graduación de las medidas), que dijimos más de una tontería impulsiva, que algunos fueron más emocionales que racionales, y que otros estuvieron tentados a convertir el Coronavirus en el casus belli de nuevas batallas identitarias como la de "madrileños" y "de pueblo". En más de un caso se vio a párvulos adultos gritando: "Quiero una solución, que no me cueste nada, que la decida otro, que la haga otro y que sea ya. ¡Quiero despertar y que esto sea una pesadilla!". Twitter y Whatsaap podrán dar fe de ello.

La realidad, al acabar el ruido de la rabieta colectiva y volver a entrar en razón, es la dura verdad ya asumida de que no podremos superar este embiste contra nuestro sistema de salud público (el corazón de nuestro Estado de Bienestar) y su letal impacto en la economía, sin responsabilidad, sin altruismo, sin prudencia y sin solidaridad. No seremos capaces de controlar el daño si no colaboramos todos con talento, sacrificio y esfuerzo; si no asumimos que esta es una situación de perder-perder, un desafío en el que nadie gana y quizá nadie deba ganar, ya que, si lo hiciera, estaría rapiñando lo que no es suyo, es decir, incrementando el reparto de pérdidas entre quienes ya van a perder mucho.

Perderán los gobiernos por el desgaste de sus decisiones ante todo aquel que pierda salud o bienestar material, que será la mayoría. Una caída en bloque de los ejecutivos (dimisiones, elecciones) podría significar que demasiada gente ha muerto y que la ruina económica es irreparable. Y nadie en su sano juicio desearía ese mal a su comunidad.

Perderán los políticos en su conjunto, si la fiebre del Coronavirus acrecienta la falta de confianza en las instituciones. Perderán las empresas grandes y las pequeñas; perderán sobre todo los autónomos que tengan que cerrar el negocio que es su autoempleo y su modo de vida. Perderán los estudiantes en pleno año académico. Perderán quienes no sepan cuando recuperarán su puesto de trabajo, quienes no cobren ya ni la nómina de marzo. Perderán quienes llevan días haciendo horas extras y arriesgándose a un contagio en la sanidad, en las fuerzas de seguridad, en el transporte, en los supermercados€ Pero perderán sobre todo quienes pierdan la compañía y el amor de un familiar o un amigo.

Aristóteles confiaba al buen gobernante el arte de crear un estado donde la virtud de cada ciudadano se pudiera perfeccionar a través de la virtud colectiva. El valor individual quedó desde entonces claramente vinculado a la capacidad para aportar a la construcción de la comunidad, y viceversa. Mucho ha llovido desde entonces y en las democracias occidentales seguimos trabajando en el asunto. El Coronavirus nos pone a prueba.