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Estado de alarma

Sobre la erosión del Gobierno de coalición por las disensiones de sus socios

La celebración de la victoria socialista el pasado domingo ha sido breve, como duró poco la estabilidad del gobierno tras la aprobación de los presupuestos. Los resultados más novedosos de las elecciones catalanas, sorprendentes solo hasta cierto punto, son el récord de abstención y la crecida de Vox. La derecha moderada, nacionalista o española, quedó reducida a la mínima expresión. La ciudad de Barcelona es de nuevo pasto de la violencia. Partidos políticos llamados a formar parte del futuro gobierno autonómico acusan a la policía de abusos y una actuación desproporcionada. Y esta vez los disturbios y el fuego han recorrido varias ciudades españolas. Las televisiones repiten una y otra vez las imágenes de un país en llamas. Los extremos han tenido esta semana el papel protagonista en la escena pública.

El sistema político está bloqueado por el partidismo, la hostilidad y los vetos cruzados, y la situación se va deteriorando paulatinamente. La comparecencia de Marlaska en la Comisión de Interior del viernes derivó en una trifulca impropia de la institución parlamentaria. En el centro está el gobierno. Hemos asistido al suceso insólito de un intercambio de declaraciones opuestas entre sus miembros sobre la plenitud de nuestra democracia. El líder de Podemos insinuó desde la tribuna del Congreso la necesidad de un control de los medios de comunicación, mientras el portavoz de su grupo alentaba a los jóvenes antifascistas, que identificó en los que en ese momento estaban poniendo la calle patas arriba, a luchar por la libertad de expresión. Representantes de diversos partidos vinculados a Podemos en su origen se pronunciaron en términos contradictorios sobre la actitud de los manifestantes. El desconcierto del gobierno se hizo evidente en las reacciones nerviosas y dispares que exhibieron sus ministros socialistas. Unos fueron rotundos y hubo quien, como la portavoz, dio la impresión de estar en la luna.

En España hemos superado por fin la prueba de la coalición, pero un año después del pacto que hizo posible la formación del gobierno estamos en presencia de lo nunca visto. El único precedente que cabe mencionar es el último gobierno de UCD. En su corta trayectoria, aquel conglomerado no llegó a ser un auténtico partido y por su composición interna, en la coyuntura política posterior a la transición, estaba destinado a quebrar y desaparecer. La división y las deslealtades aceleraron el proceso de su ruptura y la descomposición de su gobierno. Pero ninguno de los grupos que se fueron escindiendo puso en cuestión la democracia que había contribuido a establecer. El gobierno actual, sin embargo, parece haberse desdoblado en dos, uno de los cuales flirtea sin reparo con posturas y conductas antisistema, con lo que provoca el efecto de poner en aprietos y debilitar al propio gobierno en su conjunto.

Este es un gobierno paralizado por los enfrentamientos que hay en su seno sobre asuntos de importancia básica para la estabilidad política del país. Socialistas y podemistas apelan al acuerdo firmado, pero la realidad es que se guían por agendas y objetivos divergentes. Cada vez es más habitual verlos enzarzados con propuestas diferentes, votar de distinta manera en el parlamento o disputar sobre la paternidad de una iniciativa legislativa. Unos condenan la violencia de estos días y otros la justifican o aplauden en silencio. Todas las señales que emite la coalición indican que la incomodidad entre los socios que se reúnen los martes en Moncloa es mutua, indisimulable y progresiva.

Es hora de pensar si las discrepancias que saltan a la vista les permiten seguir gobernando juntos. Es probable que el PSOE empiece a considerar el coste político de mantener un gobierno en estas condiciones. A Pedro Sánchez le convendría aclarar la posición de Unidas Podemos en el gobierno. No basta con hacer una declaración impecable de rechazo de la violencia al paso por Extremadura. La sociedad española, inquieta y muy preocupada por la situación general del país, espera del presidente del Gobierno que dé un golpe de autoridad, sobre la mesa, dicho de modo menos preciso para evitar malas interpretaciones, y centre la acción del ejecutivo de forma decidida en las prioridades que la crisis sanitaria y económica demanda.

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