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Pere Casan

Eróstrato el incendiario

El mundo de las apariencias y los personajes con afán de notoriedad

Eróstrato el incendiario

Vivimos tiempos claroscuros. No son tan negros como los descritos por Hannah Arendt (1906-1975) en “Hombres en tiempos de oscuridad”, Barcelona, Gedisa, 1990, pero tampoco son tan brillantes como los de la famosa serie americana “The wonder years” (“Aquellos maravillosos años”) emitida aquí en televisión entre 1988 y 1993. Vivimos épocas de incendios y estamos ocultos entre el fuego (muchas veces amigo) y el humo.

Eróstrato era un pastor que vivía cerca de Éfeso (zona actualmente turca del mar Egeo), que el día 21 de julio del año 356 a. C. incendió el templo dedicado a Artemisa, ya en aquel momento considerado una de las siete maravillas del Mundo Antiguo. En el interior del templo, una gran escultura de más de dos metros de altura, representaba a la diosa de la fertilidad, la guerra y la caza. Artemisa era hija de Zeus y hermana de Apolo, y el templo en la ciudad de Éfeso era un lugar sagrado desde mucho antes de la llegada de los jonios. El incendio acabó con la construcción, que fue restaurada dos siglos más tarde.

Nuestro protagonista originó intencionadamente el fuego. Según sus declaraciones, lo hizo por un afán de notoriedad, para de alguna manera, resultar inmortal para la historia. A pesar de los intentos del rey Artajerjes, quien prohibió que se comentara la noticia, los escritores de la época y sus sucesores no siguieron los designios reales y el incendiario pasó a las páginas escritas. Se cumplió una vez más la máxima: “Que hablen de mí persona, aunque sea para hablar mal”. La mala noticia no fue superada, ni por la coincidencia del nacimiento, en la misma fecha, del gran Alejandro Magno. El hecho pasó a ser conocido como el “complejo de Eróstrato”.

La cuestión es que este complejo sigue ocupando nuestras tertulias y centros de atención. Asistimos diariamente a un mundo de apariencias, de personajes con afán de notoriedad, que abren los telediarios o las portadas de la prensa escrita. Hablamos de futbolistas y de sus goles, de mansiones y vestidos de famosos, de galas y premios, de desgracias personales o de peleas domésticas. Incluso literalmente, las calles aparecen dominadas por auténticos “incendiarios” que queman la libertad. Pero nos preocupamos poco de aspectos científicos y artísticos, de los logros sociales o políticos, de la universidad o de las empresas, de la vida en el campo o del trabajo en la ciudad. El incendio del templo sigue siendo más importante que la escuela de los niños o la residencia de los ancianos. Siempre hay un fuego en algún lugar del mundo para abrir los telediarios o las primeras páginas de los periódicos.

En esta época de pandemia vírica, la información es un hecho fundamental. La veracidad de los datos, la rapidez de transmisión de las instrucciones, la pedagogía sobre la mejor manera de actuar, los mecanismos para el diagnóstico o la vacunación. Todo ello requiere que la población reciba diariamente y en todos los medios disponibles (radio, TV, prensa) las indicaciones más correctas que los gobiernos respectivos puedan aportar. Solo así se alcanza la coordinación y la responsabilidad de todos.

Evitemos, aunque sea difícil conseguirlo, que los pirómanos nos invadan. Nuestro trabajo debería guiarse por un afán constructivo y emprendedor, aunque no ajenos a las noticias de todo tipo que atenten contra la libertad de expresión. Para ello la veracidad y el ejemplo son auténticos antídotos. Y si hay que dejar de hablar de los Eróstratos, el silencio puede ser una gran solución. Silencios que son tan elocuentes en la música y que si no existieran deberíamos inventarlos. Escuchen sino el famosísimo “Sound of silence” de Simon & Garfunkel: “La visión que se introdujo en mi cerebro permanece todavía en los sonidos del silencio”. Estos jóvenes amigos (Paul Simon y Arthur Garfunkel) desde la infancia fueron unos de los mejores conjuntos de folk rock americano, en la segunda mitad del siglo pasado y sus melodías se tarareaban en numerosos y variados ambientes de todo el mundo. A pesar de sus numerosos desencuentros, el dúo impuso sus canciones y sus letras servían, además, para nuestras primeras lecciones de inglés.

Debemos denunciar el fuego y a quien lo provoca, pero sin servir de caja de resonancia gratuita. Ante la duda, recordemos el silencio como un elemento de reflexión, pero no un silencio mudo sino un silencio activo, tal como nos recuerda Ludwig Wittgenstein (1889-1951) en su “Tractatus Logico-Philosophicus”: “Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen” (“De lo que no se puede hablar, es mejor callar”).

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