“Respóndeme, aunque sea una mentira”. Es el sentimiento que te queda cuando llamas, llamas, buscas una respuesta a un problema y nadie acude en tu ayuda. No es para mí. Sino para la gente mayor de nuestro país, para mi madre, para tu padre, para los que superan los 80 años, muchos viven solos y tienen como única referencia “su ambulatorio de salud”.

Sí, son “sus médicos”, “sus enfermeras”, pero siguen sin obtener una respuesta. La vacunación del covid-19 va por “listas” y esperan estar en ellas, pero más esperas tú que estén tus mayores. Aunque cuando ves que gente más joven que ese padre o esa madre se ha vacunado, tu alarma se activa. Y la de tu vecina de portal, de casa o de calle.

Intentas llamar a esos ambulatorios de referencia, por tus familiares y tus vecinos, y no te cogen el teléfono. Llamas durante minutos, horas y días. Nada. Sin respuesta. Hasta que por el azar descuelgan el teléfono para decirte: “Lo sentimos, aquí sólo damos cita para médico o enfermera. No sabemos más”.

Sientes frustración, impotencia, pena. Sientes rabia porque no esperas que ellos te solucionen el problema, sino que te indiquen donde llamar, aunque te vuelvas a pasar los minutos, horas y días llamando.

Es la ley del mínimo esfuerzo y así no se puede. No se puede dejar indefensos a nuestros mayores, no se puede conseguir –finalmente– con una llamada que te llamen del Centro de Salud y al día siguiente estén todos los vecinos vacunados. ¿Por qué? Yo he podido ayudar, ¿pero y los que no pueden?

¿Se quedarán muchos de nuestros mayores sin vacunar? Nosotros somos lo que somos por ellos. Nos toca devolvérselo.