En la reunión del Politburó, máximo órgano de poder, que nombró al nuevo presidente de la Unión Soviética (US), el que fuera 28 años ministro de Asuntos Exteriores, Andrei Gromyko, argumentó así a favor de Gorbachov: "Camaradas, este hombre tiene una bonita sonrisa, pero tiene dientes de hierro".

Primer líder, desde Lenin, que estudió derecho, el hombre con una distintiva marca de nacimiento de fresa –hemangioma– en la frente, Mikhail Gorbachov (Stávropol, 1931), ha resultado ser una figura monumental en la Historia, como responsable de la mayor revolución sin derramamiento de sangre.

Producto del sistema soviético y miembro de su élite gobernante, disfrutaba de sus privilegios y se pasó la vida en el ascensor del marxismo-leninismo. En su intento de librar a la US del atrincheramiento estalinista, desplegó perspicacia y valor, y lo consiguió derribar, pero al hacerlo, abatió un gobierno que se negaba a cambiar.

Tras bordear el colapso durante años, el imperio se desintegró, empujado por medio siglo de corrupción endémica, una economía que implosionaba y las mentiras que se iban apilando, como se vio en el accidente nuclear de Chernóbil (26 de abril de 1986).

En un intento de contener la lluvia radiactiva, Gorbachov ordenó el envío al lugar de cientos de miles de personas, incluidos bomberos, reservistas militares y mineros, para ayudar en la limpieza. Pero aquello no se explicó bien.

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Gran orador de discursos sin notas, caminando de un lado a otro, gesticulando con los brazos, mientras engatusaba y cautivaba a sus oyentes, señaló que la principal tarea del país era: "Movilizar un máximo de iniciativa y mostrar un máximo de independencia".

Y resultó que tenía razón. Si hace 50 años, la nomenclatura en lugar de optar por los "buenos tiempos del sistema predecible", al que estaban acostumbrados, aunque sofocado y corrupto, le hubiera permitido gestionar la transición para dejar atrás los fracasos del comunismo, uniéndose al mundo libre, Rusia sería uno de los países más poderosos del planeta y el mundo estaría en mucho mejor forma.

El programa "500 días", pretendía ser una terapia de choque, que daba cabida a la empresa privada, eliminaba los subsidios, fijaba los precios basándose en el mercado y creaba una moneda de valor.

Navegando –a través de un campo de minas político– hizo entrar en razón a la URSS y desempeñó el papel de haber ayudado a terminar la inútil Guerra Fría sin una bala disparada, contribuyendo a hacer del mundo un lugar más seguro y llevando la tranquilidad a millones de seres humanos.

Su intención original –que Rusia pasara de ser un imperio autocrático a un país más democrático– comportaba rebautizar el comunismo con un rostro más humano. En palabras de Francesc Marc-Álvaro: "Los tanques soviéticos aplazaron la primavera de Praga, pero el mensaje de 1968 pervivió y, de algún modo, fue nuevamente imaginado por un tipo que, al llegar al Kremlin, decidió que la enorme fuerza debía dejar paso a la verdad. Y sé arremangó".

Cuando el muro de Berlín se derrumbó y, una a una, las repúblicas soviéticas y las naciones de Europa del Este fueron haciendo la transición pacífica hacia un gobierno democrático occidental, se produjo una sensación de alivio y fue desapareciendo el miedo y el temor a la URSS y sus satélites. Una vez más, el mérito es suyo por haber permitido que esto ocurriera.

Mientras Occidente lo alababa como un héroe, el 92% de los rusos (encuesta de 2017) lo consideraba un traidor a la patria, el verdadero culpable de todos los males en las antiguas repúblicas soviéticas, especialmente la guerra de Ucrania.

El pueblo ruso, programado para el sometimiento, lo despreció por permitir el desmantelamiento del Imperio del Mal (como lo calificó Ronald Reagan), y por ser su medicina –glásnost y perestroika– peor que la enfermedad –guerra fría y estancamiento– en tanto que el resto del mundo libre lo aclamaba como un héroe.

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La singularidad de quien cambió la historia estribó en ser un hombre abierto y vital que, tras siete décadas de gobierno comunista, vislumbró: la corrupción oficial, una mano de obra carente de motivación y disciplina, fábricas que producían bienes de mala calidad y un sistema de distribución que garantizaba a los consumidores poco más que estantes vacíos de casi todo, menos de vodka.

A un ruso moderado, ingenioso, sobrio (no bebía alcohol) valiente y civilizado, que puso fin al culto a la personalidad, le tocaba afrontar la pésima realidad, sin manual para solucionar un paisaje de negocios turbios, burocracia hinchada –18 millones de funcionarios del partido y del Estado– salarios bajos, colas en las tiendas, cuando se suponía que la gente estaba trabajando y una vía de escape: el alcoholismo.

Su impopular campaña para atajar las causas, a base de reducir la producción de vodka, aumentar las multas por embriaguez pública, reducir el número de lugares donde se podía vender alcohol y limitar las horas en que podían permanecer abiertos, fue acogida con malestar y no le quedó otra que suavizar.

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Sólo estuvo en la escena mundial seis tumultuosos años (de 1985 a 1991) durante los cuales alteró decisivamente el clima político del mundo: Poniendo fin a la Guerra Fría; alcanzando un acuerdo con Estados Unidos que eliminó, por primera vez en Europa, toda clase de armas –de medio y corto alcance– al tiempo que pedía inspecciones in situ para verificar los recortes, lo que conllevó la retirada de la mayoría de las armas nucleares tácticas soviéticas de Europa del Este; tras nueve años de invasión, retirando las fuerzas soviéticas de Afganistán; permitiendo la libertad de expresión y levantando el Telón de Acero.

A los cinco años de llegar al poder había presidido la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y, en unos asombrosos cinco meses de 1989, asistió a la implosión del sistema comunista, desde el Báltico hasta los Balcanes.

Tras un fallido intento de golpe de Estado, en 1991, por parte de los comunistas de línea dura –temerosos de que destruyera el viejo sistema– un debilitado Gorbachov cedió finalmente el poder a reformistas aún más radicales, liderados por Boris Yeltsin.

Puede que a sus otros acosadores –liberales preocupados porque no lo hiciera– les asista la razón cuando sentencian que fracasó en el intento. Pero mostró el camino a seguir. Europa volvió a ser lo que era antes de la Segunda Guerra Mundial, un continente de Estados nacionales independientes y la demanda popular de democracia transformó la política europea.

En el pasivo, la malograda transición a la economía de mercado, que podría haber sido de gran ayuda para el pueblo ruso y el resto del mundo. Pero el análisis de la CIA sobre la economía soviética era totalmente erróneo y el FMI tampoco acertó ya que, en lugar de un enfoque gradual, insistió en la "terapia de choque", lo que infirió el derrumbe de la economía rusa y que gran parte del dinero que el FMI y el Banco Mundial habían invertido en ella, acabara en los bolsillos de los oligarcas.

En su último discurso oficial, Gorbachov no apeló a las nociones marxistas de la Historia. Mencionó tres veces la "moral". Y cabe preguntarse ¿dónde y cómo aprendió este hombre, criado enteramente en las escuelas y el pensamiento marxista, con su amoralidad innata, a confiar en los principios morales como pauta de comportamiento? En los detalles biográficos que se han publicado, estas preguntas nunca han sido realmente respondidas. Quizá algún historiador agudo desentrañe sus respuestas.

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Destacó por algo ahora muy corriente pero, en aquel tiempo revolucionario. Siempre reconoció a su mujer, Raisa, como una de sus principales consejeras. Mujer "de carrera" –algo muy inusual en las esposas de la nomenclatura soviética– aparecía en los actos de Estado cogida de la mano de su marido, al que conoció en una clase de baile de salón.

Sofisticada y elegante, en una visita a Londres fue vista usando una tarjeta dorada de American Express para comprar en Harrods. En Estados Unidos, donde les aclamaban como a los Beatles, ella era tan estrella de rock como él, lo que a su marido no le importaba en absoluto.

Raisa, que sufrió un derrame cerebral durante el fallido golpe, murió de leucemia, a los 67 años, en 1999. La petición de un doliente Gorbachov fue ser enterrado a su lado. Sepelio humilde para un hombre de origen campesino.

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Con su desdén final, Putin no ha consentido un funeral de Estado y, alegando agenda de trabajo, no ha despedido al último líder de la US, un ser único que acaba de morir a los 91 años, tras una "larga y grave enfermedad", no especificada.

Muy crítico con quien representaba la antítesis virtual de casi todo lo que había intentado conseguir, Gorbachov no hizo ninguna declaración pública sobre la guerra en Ucrania, si bien su Fundación pidió el 26 de febrero, un "rápido cese de las hostilidades", filtrándose que estaba "molesto" por la guerra, al considerarla algo que había socavado "el trabajo de su vida".

Aunque no fuera su objetivo, el mayor legado del adelantado a su tiempo, héroe no reconocido –zancada larga y suerte corta, bonita sonrisa y dientes de hierro– puede ser el colapso soviético.

El 21 de diciembre de 1991, el boletín de noticias de la televisión rusa abrió con una noticia que cambió la historia: "Buenas noches. La URRS ha dejado de existir".

El adiós multitudinario en Moscú puede anticipar el reconocimiento a uno de los líderes políticos más relevantes del siglo XX. Para buena parte de historiadores y analistas, el hombre más decente que ha dirigido Rusia.