Buscando un rey

Amadeo I, el breve reinado en un país atormentado

Josefina Velasco Rozado

Josefina Velasco Rozado

En el otoño de 1872, hace 150 años, el joven monarca Amadeo I estaba convencido de que no podía seguir con la corona española; ya no tenía ningún sentido. No se le quería, ni a él, ni a su esposa, ni a sus hijos. Al decir de sus biógrafos inauguró una modernización de la monarquía en su comportamiento público, pero ¿qué fue de aquel reinado y de aquel rey casi desconocido y que no tiene efemérides que le recuerden?

Vayamos al origen. En 1868 una revolución pomposamente apodada "La Gloriosa" se produjo en una España quebrada, con partidos y facciones políticas enfrentadas, una amenaza carlista siempre pendiente, un Estado sin madurar y una reina, Isabel II, desacreditada por sí misma y por su ineficaz y truculenta camarilla. Resultado: todo se fue al traste. La reina fue expulsada inaugurándose el conocido como Sexenio Democrático, eufemismo para seis años en los que no hubo pacífica democracia asentada. Se acordó la Constitución de 1869 que era buena y democrática; emergió la figura de Prim, que fue asesinado; se trajo una nueva monarquía elegida democráticamente en las Cortes; la joya cubana se alzó en una contienda de diez años, precursora de la independencia; empezó la Tercera Guerra Carlista; se incentivó la abdicación del nuevo monarca; hubo un breve periodo dictatorial; se proclamó una I República que en 22 meses tuvo 8 gobiernos; explosionó una rebelión cantonal cruenta y sangrienta; y del hartazgo general salió la Restauración fraguada por Cánovas del Castillo como hacedor en la persona de Alfonso XII, "el pacificador", hijo de Isabel II que moriría en París en 1904 y a la que don Benito Pérez Galdós, casi nuestro guía en este periodo, bautizó como "la reina de los tristes destinos".

El general Juan Prim, árbitro que trató de sujetar la situación revolucionaria del 68, buscó, en cumplimiento de la nueva Carta Magna, un candidato que estuviera lejos de la animadversión desencadenada contra los borbones. Lo buscó en Portugal, en Alemania, en Austria; incluso se pensó en el viejo militar Baldomero Espartero, que rechazó tamaño desafuero desde su lujoso retiro en Logroño. Finalmente triunfó la opción de Amadeo de Saboya, segundogénito de Víctor Manuel, el rey de la entonces reciente unificación italiana, con fama de laico y demócrata. Peregrinar buscando un rey puede parecer una excentricidad, pero no lo es tanto ni exclusivo de nuestro descerebrado sino. Ejemplo: los actuales Bernardottes suecos, proceden de un mariscal francés, Jean-Baptiste Bernadotte (Carlos XIV Juan de Suecia), que a las órdenes de Napoleón, y casado con una ex novia imperial, Desirée, había invadido aquellas tierras y luego fue solicitado monarca. Cosas de la realeza.

Estábamos pues en 1871 esperando la llegada de un nuevo rey, legitimado por la elección del parlamento, al que habían ido a buscar un grupo nutrido de diputados, sin que, al parecer, a él le hiciera mucha gracia la encomienda paterna. Y no vino en buena hora. Relata Galdós que "al llegar a Cartagena, diéronle, para hacer boca, la noticia del asesinato y muerte de Prim, que le había traído a reinar en este manicomio". Y continúa: "el 2 de enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al Monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya… En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Prim", enterrado el día previo a la llegada del nuevo rey, vaticinio nada halagüeño que obligó al pobre Amadeo a visitar el "sepulcro del hombre que ejerció en España durante veintisiete meses una blanda dictadura, poniendo frenos a la revolución y creando una monarquía democrática como artificio de transición". Lo cierto es que, aunque el pueblo pudo comprobar que el joven monarca era gallardo, culto a la par que llano en el trato y respetuoso con la Constitución, los republicanos, los alfonsinos y los sectores de la alta aristocracia pronto le demostraron indiferencia y descortesía. Desatención y hostilidad también hacía la culta y caritativa reina María Victoria dal Pozzo, cuando llegó como consorte poco después de su marido pues estaba convaleciente de parto. En los dos años que aquí estuvieron no les hicieron fácil la existencia las élites. Del rey se aireaban sus defectos y afición a las mujeres; de la reina todo se criticaba, pese a que, católica convencida, realizó una labor encomiable en la protección de las mujeres desamparadas, los niños y la educación. Y eso que el real matrimonio demostró cercanía, arrestos y valor. Así, cuando en julio de 1872 volvían en su carroza de un paseo sufrieron un atentado. Al día siguiente fue a pie el rey al mismo lugar del suceso, recibiendo vítores de la multitud. "Cada día tendríamos que sufrir un atentado para ver esto" concluyó. No quiso que el pueblo lo considerara cobarde. Como diría Galdós: "Los tenía bien puestos".

Lo peor de aquel reinado fue la inestabilidad interna en la que poco podía hacer un joven desconocedor de la política nacional, sin arraigo. Apenas hablaba español, aunque sí su mujer, culta y políglota. No era fácil navegar cada día con grupos enfrentados de carlistas, monárquicos conservadores, republicanos, federalistas intransigentes y moderados, demócratas, radicales o no, y muchos más. Cierto que el gobierno de don Manuel Ruiz Zorrilla, siguiendo el guion galdosiano "trajo a la política oxígeno abundante y frescura de reformas por las que suspiraba el envejecido ser de la Patria". Pero se estorbaban unos a otros y, "por si eran pocos a discutir, se unieron luego otros cuantos, que no me tomo el trabajo de citar, pues para lo que hicieron vale más dejarlos recostaditos en el almohadón del olvido". Total que ante tamaño desconcierto político, por buena que fuera la Constitución y por muy leal que quisiera ser el nuevo rey "como don Amadeo no se imponga a esta tropa, ya puede preparar sus equipajes"… Y así fue. El rey perdió sus apoyos y en el Café Fornos un 11 de febrero de 1873 le pidieron abandonar el país. La reina, que había padecido lo suyo, se fue sin albergar rencor con sus hijos, entre ellos el Príncipe de Asturias, Manuel Filiberto, que dejaría de serlo. Falleció a los 29 años y al parecer "en la cripta real de la Basílica di Superga de Turín, donde está enterrada, se puede leer: "En prueba de respetuoso cariño a la memoria de doña María Victoria, las lavanderas de Madrid, Barcelona, Valencia, Alicante, Tarragona, a tan virtuosa Señora". El pueblo llano al que había querido le mostraba así su afecto. Por su parte Amadeo I, que renegaría del ejercicio político, se despidió con sincera misiva lamentando la permanente zozobra de España: "si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos"… pero todos los que "perpetúan los males de la Nación son españoles". Se veía incapaz de asumir sus funciones. Manifiesta haberlo intentado legalmente "fuera de la ley no ha de buscarlo quien prometió observarla"… "no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía".

Aquel fallido reinado vino de algún modo a mostrar que cuando los males de la patria están dentro, buscar las soluciones fuera no sirve más que para agudizarlos. Tienen que arreglar la casa quienes en ella viven. Había demasiado ruido y poco acierto.

[Vila-San-Juan, José Luis. "Amadeo I, el rey caballero". Barcelona: Planeta, 1997; Benito Pérez Galdós. "Amadeo I; La primera república". [Barcelona] : Espasa-Calpe, 2008]

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