Democracia digital

La férrea disciplina impuesta por las direcciones de los partidos políticos

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Javier Junceda

Javier Junceda

La estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos "deberán ser democráticos", recuerda el artículo seis de nuestra Constitución. El Tribunal Constitucional ha venido escudriñando el calado de dicho mandato, de enorme relevancia al tratarse de asociaciones llamadas a nutrir los órganos titulares del poder público. Los partidos, desde Constant, siguen siendo agrupaciones de personas que profesan unas mismas ideas, pero también entes cuya pretensión principal consiste en lograr cargos en el legislativo o el ejecutivo para, a través de ellos, desarrollar sus específicos planteamientos ideológicos.

Esa exigencia de organización y dinámica democráticas no solo encierra una poderosa carga impuesta a los partidos, sino que se traduce en un conjunto de derechos y facultades atribuidos a sus propios afiliados y simpatizantes, encaminados a asegurar su efectiva implicación en la toma de decisiones, así como en el control interno de las propias formaciones, como ha enfatizado alguna sentencia constitucional. Es decir: no debieran caber en nuestro sistema fórmulas distintas a las recordadas por el Supremo Intérprete, so pena de ilegalidad, por la elemental razón de que España es un Estado democrático de Derecho, como así se proclama en el pórtico de nuestra Carta.

Pese a la claridad meridiana de estos principios, la tendencia actual los está convirtiendo a pasos agigantados en auténtica música celestial, a la vista de prácticas poco edificantes que recorren el arco parlamentario. Los métodos van desde el tosco dedazo desde el despacho presidencial, como si la elección de los candidatos fuera un simple nombramiento para puestos de gabinete, hasta la ausencia de convocatorias ordinarias de los comités de dirección; pasando por la eterna prolongación de períodos sin celebrar congresos; su celebración exprés ya debidamente cocinados; o, en fin, la obstaculización al resultado de primarias cuando no benefician a quien detenta el poder temporal en una organización.

Nada de eso guarda relación alguna con el deseo del constituyente de que los partidos expresasen el pluralismo político, concurriendo a la formación y manifestación de la voluntad popular como instrumento fundamental para la participación política. La obsesión de los que alcanzan las cúspides partitocráticas se centra ahora en retener el poder a cualquier precio, blindándose de aquellas amenazas que lo comprometan, y colocando convenientemente a sus fichas en cada escaque. En ese lamentable escenario, mentar lo que establece la Constitución y el profundo sentido que hay detrás de ella, es hablar por hablar.

En el fondo, es miedo a la democracia. O, mejor dicho, al desenlace que esta le pueda deparar al de arriba que no las tiene todas consigo. Por eso hoy son preferibles procedimientos a la búlgara, en los que se impone la unanimidad forzada en las decisiones más por temor o disciplina férrea que por convicción. O a la kazaja, es un decir, en los que ya no son necesarios los asentimientos porque ni tan siquiera se vota al que colocan como aspirante o no hay cónclave que valga en el que poder expresar determinado criterio discrepante.

Los líos internos en los partidos nunca pueden ser equiparados con las lógicas disputas por un liderazgo o las apuestas programáticas. Ese mantra lo han difundido los que desean esa paz de cementerio que facilite sus movidas, aunque sean inconfesables. La legitimidad democrática de cualquier partido se consigue siempre desde la libertad y en sana discrepancia entre sus miembros y seguidores, seducidos por unas u otras propuestas y personalidades que aspiren a capitanearlas. Lo que se salga de ahí no es democracia, ni tan siquiera orgánica. Es pura democracia digital, algo que nos aproxima peligrosamente a autocracias que criticamos a diario por sus modos totalitarios y liberticidas.

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