Más allá del Negrón

Loa al médico de cabecera

Una buena sanidad pública pasa por resolver la crisis de la atención primaria

Loa al médico de cabecera

Loa al médico de cabecera / Javier GANCEDO

Juan Carlos Laviana

Juan Carlos Laviana

Soy de los que sigo llamando médico de cabecera al ahora denominado médico de familia. No sé muy bien si por la edad o porque el término me resulta mucho más ajustado, y evocador, que médico general o de proximidad. Expresiones mucho más frías o distantes. ¿Qué hay más próximo que la cabecera de la cama de un enfermo? Por algo a los libros o a los objetos más preciados, o utilizados, los que ocupan ese altar que es la mesita de noche, los llamamos de cabecera.

Ignoro cuándo y por qué se cambió la terminología. Desde que, en el ambulatorio de El Entrego, don Longinos nos atendía en su consulta, o en la cabecera de la cama –a un kilómetro de distancia–, hasta hoy en Madrid, que la doctora Peláez me atiende en mi centro de salud, a tiro de piedra, muchos médicos han pasado por mi vida y por mi cabecera.

Como no podía ser de otra manera, ha habido de todo. Una muy amable médica que me hizo explicarle, en los años noventa, qué era la Esclerosis Múltiple, porque le parecía una dolencia muy exótica, o un doctor muy colega que me aseguró muy tajante que si yo padecía determinada enfermedad, se cortaba los huevos; en el entorno familiar, le conocemos desde entonces como el eunuco. Pero la mayoría de ellos nos ofrecieron toda su sabiduría y empatía, incluso cuando nuestros males eran más producto de la hipocondría que de la realidad.

Cuando llegué a Madrid, en los años ochenta, pasaba horas intentando que alguien me cogiera el teléfono en el ambulatorio para pedir una cita, aguardaba tardes o mañanas enteras en salas de espera atestadas. Los médicos invertían su precioso tiempo –aún no había ordenadores– rellenando a mano recetas y partes de alta o de baja. Estaban tan enterrados en la burocracia que apenas tenían tiempo para levantar la cabeza y mirar a la cara al paciente de turno.

Hoy, las cosas han mejorado. Consigo la cita por internet. La mencionada doctora Peláez me atiende con razonable prontitud y una afabilidad exquisita, me dedica más tiempo del que dispone, siempre está accesible para una consulta telefónica si se trata de incluir una receta en la tarjeta sanitaria o algún trámite burocrático, o presencial, si lo requiere la afección. Y, lo que es más importante, conoce al dedillo mi historial médico y mis circunstancias personales.

Mi experiencia, a juzgar por las reivindicaciones, debe de ser una excepción. Por lo que cuentan los periódicos, los médicos de cabecera padecen una situación laboral desesperada y estresante, aunque no lo demuestren ante el paciente. Guardias eternas, falta de tiempo para atender a los enfermos –hasta setenta por día–, exceso de trabajo burocrático, plazas sin cubrir, salarios deficientes, unas condiciones que obligan a muchos a buscar una salida en el extranjero.

Aunque pudiera parecer lo contrario, a juzgar por el ruido, esta precariedad no sólo ocurre en Madrid, donde las justas reivindicaciones han sido teñidas por la politización. Aquí, campo de batalla político, se amplifica todo aquello que suponga un desgaste para la gran bestia negra de la izquierda. Cualquiera diría que Ayuso es la presidenta del Gobierno en vez de una comunidad autónoma.

Detrás de esta escasa atención por parte de las diferentes comunidades y del propio Gobierno central, se esconde una progresiva falta de consideración de los propios ciudadanos hacia los médicos de cabecera. Ya no se les considera una solución para sus dolencias. Son los parias de la sanidad. Se cree injustamente que por tener que saber de todo, no saben de nada. Se les ha reducido a burócratas de los centros de salud públicos, convertidos hoy en oficinas de tramitación (recetas, bajas, volantes de todo tipo...). Y, en realidad, son la primera línea del frente sanitario, los que tienen que dar la cara ante las quejas de los pacientes –listas de espera, colapsos en urgencias, escasa accesibilidad de los especialistas...– y, además, curar sus males.

Recuperar el prestigio y la eficacia depende de las administraciones públicas. Los 42.000 médicos de atención primaria del país, uno de cada tres, se merecen más respeto. Ellos son el sostén de esa sanidad pública de la que tanto presumen nuestros políticos. Necesitamos que nuestros doctores tengan tiempo para conocer a sus pacientes, escucharlos y atenderlos, para que, de verdad, sean médicos de cabecera y no meros gestores del papeleo de las oficinas siniestras en las que se han convertido muchos centros de salud.

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