Cambiar la estrategia en Ucrania

Las políticas de la UE contra Rusia

Pese a las declaraciones muy estudiadas que nos llegan desde Ucrania y la opacidad de nuestros gobiernos, Kiev no gana la guerra. A esa conclusión se llega si evaluamos atentamente el número de bajas, varias veces superiores entre los ucranianos; el agotamiento de su arsenal militar, como ponen de manifiesto sus peticiones continuas de armamento occidental; la necesidad de multimillonaria financiación externa, para que el país no colapse definitivamente o el inexorable avance territorial del ejército ruso, que ostenta ya el control de la práctica totalidad de cuatro provincias de etnia rusa, además de Crimea.

Es esta una guerra largamente gestada, fruto de una secesión mal planteada y peor ejecutada. El Estado nacido de una escisión de la URSS, nuevo por sus fronteras y composición demográfica, es un país aquejado de desigualdad y pobreza, con una democracia defectuosa en la que oligarcas y corruptos van de la mano impidiendo a la población beneficiarse de su enorme potencial agroalimentario e industrial. De mayor gravedad aun es la ruptura de la convivencia entre las dos grandes comunidades lingüístico-culturales, la ucraniana y la rusa. En 2013, el movimiento sedicioso Euromaidán, de corte ultranacionalista, llevó al hostigamiento social y legislativo de las minorías, con especial inquina hacia la lengua y cultura rusas e, incluso, la Iglesia ortodoxa rusa, con las que se identifica gran parte de la población del este del país. De hecho, son frecuentes las quejas de Rumanía y Hungría por la situación de las poblaciones de origen rumano y húngaro, respectivamente. La propia Comisión Europea, en su dictamen sobre la solicitud de adhesión a la UE presentada por Ucrania, ha estimado necesario reformar el marco jurídico regulatorio de la situación de las minorías nacionales y en el ámbito del Consejo de Europa se ha acordado que la Comisión de Venecia evalúe si Ucrania cumple con los estándares internacionales en protección de minorías.

Un país que, en definitiva, arrastraba desde hacía nueve años una guerra civil en las regiones orientales que, en el momento de entrada de las tropas rusas, se había cobrado unas catorce mil víctimas, muchas de ellas civiles, fruto de los enfrentamientos armados y de los bombardeos ordenados por Kiev a zonas residenciales. Un conflicto que, según el informe de la ONU sobre la situación de los derechos humanos en Ucrania, había causado la muerte de casi dos centenares de niños.

Ahora bien, como en toda guerra, las causas resultan variadas. En ésta hay que tener en cuenta elementos de seguridad estratégica de Rusia; de interferencia de otros países con interés en la posición geoestratégica y el potencial económico de Ucrania o el objetivo de potencias gasístico-petroleras por ocupar la posición de primer proveedor de estas materias a la UE, desplazando a Rusia, que vende a un precio mucho menor. Lo que supone, además de un negocio de más de cien mil millones de euros anuales, un coste mucho más elevado para el ciudadano, que ha visto sus facturas incrementarse exponencialmente.

Ante esta situación grave y de gran complejidad, los países de la UE han renunciado a una posición mediadora, optando por dejarle el protagonismo a una organización bélica como la OTAN, comandada por un país de otro continente, Estados Unidos, que, por tanto, se encuentra a salvo de las consecuencias que una escalada del conflicto pudiera conllevar. Principalmente, la extensión del campo de batalla a países vecinos.

Sorprende esta postura, ya que ninguna de las acciones que se han llevado a cabo acerca el fin del conflicto. Nuestra participación indirecta, a través del envío continuo de armas, cuyo resultado evidente es la prolongación del conflicto y el aumento de víctimas humanas y daños materiales, sin que el rumbo de la guerra cambie, es una buena muestra del escaso éxito de la postura política imperante. Que Sánchez Pérez o la ministra de Asuntos Exteriores alemana afirmen que estamos en guerra, que una eurodiputada abogue por la desmembración de Rusia y la gestión de sus recursos por los países del bloque occidental, sumado a la resolución del Parlamento Europeo que declara a Rusia país patrocinador del terrorismo, elevan la tensión, confirman que nos encontramos ante una suerte de guerra híbrida y aumentan el riesgo de un enfrentamiento militar en el continente.

Lo mismo ocurre con las sanciones económicas, cuyo único logro ha sido disparar la inflación, empobreciendo a la población europea, especialmente a las clases trabajadoras, y generando dificultades a diversos sectores económicos como la industria química, que ha visto caer su producción, o al sector agroalimentario, de importancia capital en España. Éste último se enfrenta así a una gran alza de costes, especialmente de los fertilizantes y piensos, lo que repercute en un aumento de los precios de los alimentos. Por no mencionar que las previsiones del FMI anuncian la entrada en recesión, o el estancamiento, de varias economías de la UE.

Ni la actitud, ni las acciones de los países de la Unión Europea están favoreciendo una desescalada del conflicto, por lo que deberíamos preguntarnos si el problema son las prioridades o la estrategia. Si la prioridad es reeditar una guerra fría, en pleno siglo XXI, que permita la creación de bloques plenamente separados y diferenciados, aislando a Rusia y, quizá, también a China, forzando la adhesión, o sumisión, a ese bloque de países ahora neutrales, tal vez la estrategia sea la correcta. Si, por el contrario, deseamos un continente sin grandes conflictos, en el que haya una convivencia pacífica y una colaboración económica que, como hasta febrero de 2022, nos permita comprar recursos rusos para mantener el nivel de industrialización del que disfruta la UE, entonces, es necesario cambiar de entrenador y mudar por completo la estrategia.

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