Lo que algunos no entienden de mi vida

La gran cuestión que se dirime en las medidas sobre el Opus Dei es si una mujer o un hombre pueden tomarse muy en serio su relación con Dios en medio de sus afanes cotidianos; o si solo pueden ser cristianos "de segunda división"

Pablo Álvarez

Pablo Álvarez

Hace ahora 40 años escribí unas letras –en una cuartilla, creo recordar– en las que manifestaba mi deseo de incorporarme al Opus Dei. Tenía 15 años. Mi pertenencia se hizo efectiva, desde el punto de vista jurídico, cuando alcancé la mayoría de edad.

Yo estudiaba FP rama electrónica: los cinco años más estériles de todo el sistema educativo español debido a mi inutilidad para esa profesión y, en general, para cualquier oficio manual. Soy casi incapaz de cambiar una bombilla. Siempre me sobran tornillos con los muebles de Ikea. Por entonces, mi padre no tenía trabajo (después falleció joven). Mi madre fregaba escaleras. Mis dos hermanas tampoco andaban muy boyantes. Éramos una familia feliz. Así estábamos cuando escribí aquella carta, el 5 de septiembre de 1983. Nunca pensé que aquellas letras de un iletrado iban a ser tan mal entendidas por algunos.

Más tarde, terminé la FP, hice COU e inicié la carrera de Ciencias de la Información. El periodismo me ha regalado grandes satisfacciones. Habrá quien piense que mejor me hubiera dedicado a cambiar bombillas. Tomo nota.

Lo de ser a la vez periodista y miembro del Opus Dei me ha obligado a dar alguna explicación sobre independencia de criterio, respeto a la realidad, observancia de mi profesión o lealtad a la empresa que me paga. En una de las primeras noticias importantes que tuve que cubrir –unas elecciones muy polémicas del Colegio de Médicos de Asturias– escribí cosas que afectaban negativamente a otra persona del Opus Dei que me sacaba –y me saca– 20 años. Nadie me dijo nada.

La mayor incompatibilidad entre ser periodista y ser del Opus Dei son las dos horas y pico diarias que dedico a los rezos, a preservar y mejorar mi relación con Dios. Cuando mis compañeros de la competencia –quienes, por lo que me han dicho, suelen rezar menos que yo– ya están buscando noticias, yo todavía ando leyendo la carta de San Pablo a los Colosenses (por ejemplo). O estoy en misa, desaparecido, para desesperación de alguno de mis jefes. Cuando termino todo eso, procuro acelerar las cosas y ponerme a la altura de mis aguerridos competidores. A veces lo consigo; otras, no.

Hablaba antes de malos entendidos sobre mi carta de 1983. Hace años, mientras comíamos en una cafetería, un compañero de trabajo me preguntó por qué llevaba un anillo.

–Es un símbolo de mi relación con Dios, de que me he comprometido a no casarme...

–¿En serio? Bueno, vale, no te casarás, pero alguna aventurilla podrás tener, ¿no?

Ya entonces me di cuenta entonces de que había cosas en mi vida difíciles de entender. Pero no pensaba que tantas.

Algunos de ustedes habrán oído hablar en el último año de motus proprios, documentos del Papa, prelaturas personales, supuestas "degradaciones" del Opus Dei... Ciertamente, hemos tenido que hacernos un poco expertos en derecho canónico. A mí, particularmente, me gustan más la filosofía y la teología: profundizar en lo que uno es, lo que uno hace, por qué lo hace; meditar que Dios es un padre bueno; disfrutar de la fraternidad con tanta gente variada de la Iglesia... Pero ahora toca bucear entre cánones...

Amo y sigo al Papa con independencia de su nombre: eso no es "opinable", me va en el ADN del Opus Dei. Con los obispos, pese a mi condición de "exconxurao" (excomulgado de Llanera, mi pueblo, entre 1408 y 1412), mi relación es buena: hace años, hasta invité a uno a comer con mi propio dinero en un sitio un poco caro para mi discreto sueldo. Con mis párrocos naturales y adoptivos, lo mismo: gran afecto en ambas direcciones, almuerzos, risas, ilusiones y preocupaciones compartidas...

Procuro atender con esmero a mi familia, por lo general poco dada a los rezos pero siempre muy cariñosa conmigo. Me gusta mucho estar con gente, cultivar la amistad, relacionarme con mujeres y hombres de todo pelaje social, cultural, político, sexual, intelectual... Llevo en Twitter –ahora se llama X– más de cinco años y he sobrevivido con cierta dignidad. Lo confieso: he hecho amigas y amigos a través de Twitter. Ellas y ellos podrán corroborarlo...

Por lo que veo en todas esas noticias del último año referidas al Opus Dei, lo que más cuesta a algunos comprender de mi vida es que, en virtud de esa carta escrita hace 40 años, me haya comprometido a buscar la santidad en medio de mi vida cotidiana. A mantener una relación seria con Dios entre noticias, entrevistas, rumores, comentarios, fake news, discusiones sobre fútbol, meriendas reconstituyentes... Mis compañeras y compañeros de trabajo son testigos de lo lejos que estoy de la santidad. Pero creo que también aprecian que cada día intento mejorar un poco; o, al menos, no empeorar.

Eso es lo que algunos en la Iglesia parecen no entender: la secularidad. O sea, el que un tipo del Sporting, alérgico al marisco y cargado de defectos hasta las trancas, lleve 40 años intentando ser santo –buen amigo de Dios y de las personas– en el fragor de la batalla diaria.

La idea contraria que algunos propagan se resume así: un laico (un "no cura", un "no fraile", una "no monja") no puede aspirar a una santidad de Champions. Puede, como mucho, echar una mano a los curas, arrimarse a las cosas clericales; puede ser, a lo sumo, un aficionadillo con efluvios espirituales, una cristiana "de segunda división"...

Pues yo pienso de otra manera. Mi idea es que puedo dedicarme a la "santidad" y, al mismo tiempo, a la "sanidad" –llevo casi 30 años ejerciendo periodismo sanitario– sin mayores obstáculos que los que se derivan de mis múltiples limitaciones. Que, por otra parte, no son muy distintas de las de la mayoría de curas, monjas y frailes.

Es más: escribí aquella carta en 1983 porque estaba persuadido de haber recibido una llamada específica de Dios para vivir en serio el mensaje del Evangelio, codo con codo con obispos, curas, monjas, frailes y muchos otros cristianos –mujeres y hombres–, cada uno en sus circunstancias y con arreglo a su espiritualidad propia. En concreto, del Opus Dei forman parte cerca de 55.000 mujeres –casadas en su mayoría– que han pasado a depender del... Dicasterio del Clero (del "Ministerio de los Curas", para entendernos).

Esa convocatoria universal a la santidad, esa democratización de la amistad íntima con Dios, fue quizá el mensaje más importante del Concilio Vaticano II. Por eso resulta extraño un presunto retorno a los exclusivismos jurídicos preconciliares. Por mi parte, cuatro décadas después, continúo convencido de que aquella llamada de Dios fue real y se renueva a diario; sigue vigente esa "pedrada mental" que concreta mi misión dentro de la Iglesia.

No soy un ejemplo de nada. Hago lo que puedo, como todo hijo de vecino. ¿Que caigo? Me levanto. ¿Que peco? Me confieso. ¿Que ofendo? Pido perdón. ¿Que de golpe me enamoro de una señora guapísima (o feísima)? Hablo sinceramente con "mi pareja espiritual" (Jesucristo) y le digo: "Nada de aventurillas. Aquí estamos". O sea, como cualquiera que trata de tomarse en serio una relación amorosa –de santidad– que quiere perdurar hasta la muerte.

Esto, parece ser, es lo que algunos no entienden de mi vida. En realidad, hago cosas bastante más raras, como mezclar sidra con gaseosa. Pero sobre eso, de momento, nadie me ha hecho grandes reproches. Y algunos hasta me piden, mediante gestos y por debajo de la mesa, la botella de "casera".

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