Parece una tontería
Pasar a la acción
De vez en cuando merece la pena detenerse a escribir una necrológica sin la comparecencia apremiante de la muerte
Un amigo acudió al hospital de su ciudad hace algunas semanas. Nada grave, creo. En realidad, ni le pregunté. Me olvidé. Al salir de su consulta distinguió a un célebre personaje deambulando por un pasillo del edificio. Iba solo y desmejorado. Le dio mala espina. El personaje tiene más de 80 años y esa mañana, al verlo, consideró que le pesaban la edad, la vida, la bola del mundo que parecía llevar sobre la cabeza. Miraba mucho el suelo, arrastraba los pies y portaba una carpeta. Mi amigo debió de deducir que se trataba de síntomas preocupantes, sobre todo por la carpeta. Seguro que suspiraría, periodista como es, por meter las narices en los papeles que el personaje llevaba dentro.
Esa misma mañana decidió que había que mover ficha. Hizo algunas llamadas. Tardó muy poco en averiguar que el personaje se encontraba delicado de salud, tal y como había sospechado. Bien es cierto que casi nadie está en su mejor momento cuando rebasa los 80. Con estos elementos, mi amigo y sus jefes consideraron que había que ponerse a escribir el mejor obituario posible. El personaje merecía algo más que esos textos de trámite que escribes en un par de horas, agónicamente, como si intentases emerger de una pared que ladrillos que se te ha venido encima.
Me hizo recordar a Stephen Spender. El poeta británico pasaba unos días en casa de Wystan Auden cuando este recibió un encargo del «Times» para escribir la necrológica de Spender. El trabajo le produjo desconcierto y esa noche durmió regular. Por la mañana, le reveló a su amigo el recado que tenía por delante. «¿Hay alguna cosa en la que te gustaría que pusiese énfasis?», le preguntó con desenfado. Spender se encogió de hombros. Bastante tenía con callar que él ya había escrito la necrológica de Auden por encargo del mismo periódico.
De vez en cuando merece la pena detenerse a documentar y escribir una necrológica en esas condiciones, sin la comparecencia apremiante de la muerte. En 2017, por ejemplo, yo decidí adelantar el obituario de Joan Didion. Me llevó seis meses leer y releer sus principales libros, así como algunos títulos de otros autores que trataban su vida y su obra. Después, escribí con la tranquilidad de no tener prisa, solo ganas, y sin pensar en el número de palabras, que al final rebasarían las tres mil. Cuando acabé, lo guardé y me olvidé de él. De vez en cuando, lo revisaba, para incorporar pequeños detalles. Pasaron más de cuatro años hasta que se publicó. Bien pude haber muerto yo antes que Didion.
Mi amigo se puso manos a la obra, y el texto estuvo terminado en unos pocos días. Quedó bastante satisfecho con el resultado, y el texto engrosó una especie de limbo, a la espera de que el futuro adquiera algún tipo de forma presente. Transcurrieron otros dos días, y entonces llegaron malísimas noticias de casa del personaje. Las peores. Acababa de fallecer su mujer, otro personaje célebre, también de 80 y pico años, del que mi amigo no tuvo más remedio que escribir un obituario de urgencia, en un par de horas.
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