Un asturiano en Londres

Democracia en recesión

La proliferación de líderes populistas que se venden a sí mismos en lugar de defender una ideología o un partido político

Julio Bruno

Julio Bruno

En el panorama político contemporáneo, se vislumbra una inquietante decadencia a nivel mundial, especialmente en Occidente, donde la búsqueda desenfrenada de notoriedad parece haber desplazado la auténtica vocación política de muchos líderes. La tesis subyacente en esta reflexión apunta a que los actuales dirigentes ya no persiguen el bien común, sino que priorizan la fama y la riqueza, relegando así la esencia misma de su labor. En la actualidad, apenas 90 naciones ostentan lo que podríamos caracterizar como una democracia parlamentaria, lo cual pone de manifiesto la vulnerabilidad sistémica a escala global. La mayoría de las naciones adoptan diversas formas de autocracia o, en casos extremos, dictaduras. Es pertinente destacar que, en numerosos países, la consolidación de la democracia es un fenómeno relativamente reciente, tal como se evidencia en el caso de España. Ante este escenario, se aprecia la fragilidad intrínseca de la democracia a nivel mundial, y diversos ejemplos contemporáneos ilustran que nos encontramos ante un periodo de declive democrático.

Este análisis encuentra un modelo paradigmático en el Reino Unido, donde figuras como Nigel Farage –exparlamentario europeo y pieza clave en el movimiento del Brexit– participan activamente en programas televisivos del tipo de "I’m a celebrity… get me out of here!", en el que se especula que Farage se embolsó la asombrosa suma de 1,5 millones de libras esterlinas por tres semanas de participación. En su defensa, Farage alegaba la necesidad de más tiempo en pantalla para llegar a nuevos votantes, o, lo que es lo mismo, su necesidad de seguir siendo relevante en un mundo donde la capacidad de atención es cada vez menor. En la generación Tik-Tok solo hay segundos para crear una buena impresión y hasta ser carne de meme puede ser positivo. Este fenómeno se replica con otras personalidades, como el exministro británico Matt Hancock, quien, tras su escandaloso mandato como ministro de Sanidad durante la crisis del coronavirus, inició una nueva "carrera" televisiva al sumarse a reality shows como él ya mencionado "I’m a Celebrity" o "Celebrity SAS", donde la humillación de las figuras públicas se convierte en un espectáculo morboso para los espectadores y muy lucrativo para las celebridades.

En Estados Unidos, la situación se torna igualmente preocupante, como evidencia el caso del exdiputado George Santos, recientemente expulsado del Congreso por abusos en su campaña y falsedades en su currículum. Santos ha encontrado en plataformas como Cameo un nuevo medio para capitalizar su notoriedad, comercializando felicitaciones y mensajes por 500 dólares cada uno, superando en una semana sus ingresos anuales como legislador. El mentir en público ya no se penaliza en las urnas, al contrario, cuanto más locos y disparatados sean los exabruptos de ciertos políticos más seguidores acumulan.

Esta obsesión creciente por la fama no solo desdibuja la esencia misma de la política, sino que plantea cuestionamientos cruciales sobre el porvenir de la democracia en Occidente. ¿Qué nos depara si nuestros líderes electos son más reconocidos por su presencia en programas de entretenimiento que por sus méritos políticos? La proliferación de líderes populistas que se venden a sí mismos en lugar de defender una ideología o partido político indica una recesión preocupante en la calidad de la democracia.

En la era de las redes sociales, la fama se ha convertido en el elemento unificador entre estos personajes. El culto a la personalidad y la búsqueda de notoriedad adquieren una relevancia superior a cualquier mérito político o legislativo. Ejemplos como el ascenso de Donald Trump, de estrella de televisión con "The Apprentice" a la presidencia de Estados Unidos, ilustran esta preocupante transición. Otros casos incluyen al presidente de Ucrania, Volodímir Zelensky, previo actor y cómico de televisión; al fallecido actor Ronald Reagan, o al expresidente de Guatemala Jimmy Morales. Los votantes parecen sentirse atraídos por la fama como si, en sí misma, capacitara a un individuo para la política. Y aunque no afirmo que la fama sea incompatible con el gobierno, no entiendo como el espectáculo o la notoriedad gradúan a nadie a ser político.

Ante esta decadencia, es imperativo cuestionar el futuro de nuestra sociedad y los valores democráticos cuando aquellos que nos representan carecen de un propósito más allá de la fama y el enriquecimiento personal. La política, en su esencia, debe ser un vehículo para el cambio y el bienestar colectivo, no un trampolín hacia una celebridad tan efímera como lucrativa. ¿Qué sociedad deseamos tener cuando nuestros representantes están motivados por la popularidad, el enriquecimiento personal y el poder? La democracia está en recesión, no cabe duda y lo que atisbamos es profundamente inquietante. En última instancia, tenemos los políticos que nos merecemos.

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