De Universidades, herejes y citas

La importancia de las relaciones del mundo universitario con las empresas

Antonio Arias Rodríguez

Antonio Arias Rodríguez

Nuccio Ordine, fallecido en junio pasado, tituló uno de sus libros "La utilidad de lo inútil" (Editorial Acantilado, 2017). Nos recordaba siempre que los universitarios debemos ser herejes, despertar la conciencia crítica y, como sugería Kavafis, priorizar más el viaje (el proceso de aprendizaje) que el hecho de llegar a Ítaca (el resultado) y aconsejándonos: "No tengas la menor prisa". Ordine, que recibió en 2023 el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, nos dejó algunas claves importantes en una de sus últimas disertaciones en público; una tan imperdible como necesaria y maravillosa presentación en la serie "Aprendemos Juntos 2030" de la Fundación BBVA que recomiendo contemplar con calma (entera, que dura una hora y media) donde habla –como filósofo– de la mercantilización de la enseñanza y de la investigación.

Es conocida la alta capacidad autocrítica de nuestros académicos, incluso para afirmar, como concluyó Tomás y Valiente en su discurso del doctorado Honoris Causa en el paraninfo salmantino –hace treinta años– que la Universidad "debe seguir siendo profundamente sospechosa y algo inútil".

La etapa universitaria debería ser ilusionante para los jóvenes, quizás algo utópica, pero también pegada a la realidad. Los gestores hemos aceptado con obligada condescendencia todas esas críticas y los movimientos contraculturales que han sido la esencia de la educación superior. Esto incluye los habituales reproches sobre los procesos de mercantilización de la Universidad, pero entendemos que la implicación en el tejido empresarial y social obliga a afianzar las relaciones de transferencia de tecnología, las evaluaciones del profesorado o de la misma universidad. Es el propio modelo de negocio universitario –llamémoslo así ahora– que acrisola el tan necesario "ascensor social".

Naturalmente, es indispensable la crítica de todos aquellos pensadores de bien en la Universidad que contrarresten tanto automatismo, burocratismo o pragmatismo. Pero hasta Engels mantuvo a Marx y su familia en Londres durante 19 años.

Entre las Instituciones de excelencia mundial, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) presume de gestionar directa o indirectamente un grupo empresarial que factura más que el Reino de Dinamarca. Quizás por eso sus másteres son tan cotizados. En España, aún recuerdo con tristeza las consignas de algunas manifestaciones durante la década pasada: "¡Fuera las empresas de la Universidad!". Yo les preguntaría ¿Dónde van a trabajar nuestros graduados? ¿Saldrán suficientemente preparados para el competitivo mundo laboral que les aguarda? Porque ahora el mercado es global y está ahí fuera esperándoles.

La presencia de empresas en el Universidad es buena en sí misma, con independencia de si traen dinero o no. Incluso se habla de la Tecnópolis como estadio más evolucionado que la universidad vertical o matricial, caracterizada por incluir organizaciones de investigación y servicios que surgen por propia iniciativa de sus miembros (Solé Parellada) y cubren nuevas demandas (autofinanciadas) de formación continua, ensayos, consultoría, I+D o emprendedores. En todo este interesante entramado, "alguien tiene que pagar las facturas".

Esta última reflexión no es mía, lo confieso. Hace más de 50 años, Kenneth Galbraith, afrontaba en "El nuevo Estado Industrial" (Ariel, 1974, pág. 422 de mi venerado ejemplar) este dilema con la paciencia del veterano. El párrafo no tiene desperdicio, lo incluyo entero a pesar de su extensión. Ha pasado medio siglo y mantenemos los mismos problemas conceptuales:

"La filología clásica, las humanidades y algunas ciencias sociales conservarán y defenderán con creciente vehemencia (al notar la prosperidad y los emolumentos de sus colegas científicos) los viejos objetivos de la Academia. Criticarán a dichos colegas por el exceso de investigación industrial en su trabajo, por haber abjurado de la obligación primaria para con el conocimiento puro y su transmisión y por abandonar implícitamente el voto de pobreza académica. Los otros científicos contestarán con enérgicas protestas, garantizando la inmunidad de su virtud ante cualquier tentación pecuniaria, y arguyendo al mismo tiempo que alguien tiene que pagar las facturas. Esta discusión es ya cosa muy conocida en casi todas las universidades".

El tema de las citas no es irrelevante. La Rectora de la Universidad de Harvard acaba de presentar su renuncia. El desencadenante formal del cese ha sido las acusaciones de plagio en parte de su obra académica ("sin atribución apropiada") incluida su tesis doctoral de 1998, que debió revisar. Las comillas importan. También importan los patrocinadores porque si profundizamos (como buenos universitarios) en las causas reales del relevo rectoral descubriremos que, tras su comparecencia en diciembre ante la Cámara de Representantes de EE UU, fue acusada de tibieza frente al antisemitismo en el campus. Al final, bastó que algunos importantes benefactores amenazasen con retirarse y ya se sabe cómo terminan estas cosas, incluso en la institución que, hoy por hoy, es el baluarte de la tolerancia y la rebeldía del pensamiento.

Claro que debemos tener cuidado con la mercantilización, lo mismo que con la endogamia o el despilfarro. No están exentas de peligros, pero en la vieja Europa, las relaciones académicas o investigadoras con las empresas no son un problema, todo lo contrario. Es una obligación legal y la garantía del cumplimiento de la responsabilidad con los clientes (palabra odiada por muchos académicos) que son no solo los estudiantes sino la sociedad que paga esta costosa y necesaria burocracia profesional.

Así que, volviendo al inicio, a la utilidad, que puede medirse por sus costes de oportunidad, no puedo por menos que terminar con una última cita, la aseveración de Albert Einstein: "Si le parece cara la educación, pruebe sin ella".

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