Un enfoque diferente para la política agraria

Los problemas se acumulan sin respuesta año tras año en el campo asturiano, pero la subida de precios y el acelerón en las exigencias ambientales provocan el estallido actual

Una recreación infográfica de las protestas ganaderas en Asturias de esta semana

Una recreación infográfica de las protestas ganaderas en Asturias de esta semana / LNE

Editorial

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Todas las administraciones aseguran que cumplen «con creces» con el campo, pero el sector agropecuario no da signos de remontada. Los ganaderos y agricultores asturianos, en sintonía reivindicativa con los del resto del país y de Europa, tomaron el jueves y el viernes Oviedo por tercera vez en menos de un año. Y aún lo volverán a hacer en una cuarta ocasión antes de acabar febrero. Hay motivos de sobra para la queja y el enfado. Los problemas se acumulan sin respuesta año tras año. Pero últimamente la subida de precios y un acelerón en las exigencias ambientales aprietan más la soga sobre el cuello.

Los hombres y mujeres del mundo rural están hartos porque no ven atisbo alguno de esperanza, ni para ellos ni para sus hijos, en aquello a lo que entregaron sus vidas. Las cuentas no cuadran. Por desgracia, solo cuando ponen el grito en el cielo sus demandas se hacen visibles para los poderes públicos y para buena parte de la sociedad, esa que les toma por un elemento exótico y decorativo del paisaje para las visitas del fin de semana. El desplome asusta. Y se aceleró durante este siglo. Desde 1980 a la actualidad se perdieron más de 70.000 empleos en Asturias. Una reconversión silenciosa sin las muletas de la siderurgia y la minería. La actividad primaria representa hoy el 1,1% de la producción. En el 2000 era el doble. Aún así, resulta estratégica. Si el campesino no trabaja nadie come, como bien se encargan de corear los manifestantes. Abandonar prados y huertas multiplica el riesgo de dependencia alimentaria. Sumada a la energética y tecnológica, una catástrofe.

El continente entero humea por las protestas para exigir condiciones favorables a la agricultura y el freno a la competencia desleal de terceros países. Como preludio a unas elecciones en junio al Parlamento europeo, la ultraderecha intenta capitalizar el estado del malestar y convertir a los descontentos en su brazo armado. Hay que vacunarse contra la manipulación, impedir de raíz la violencia e hilar fino para aislar a los radicales. Los incidentes empiezan a adquirir más eco que las razones de la revuelta, y eso no es bueno. Pero se equivoca quien desatienda las quejas por considerarlas un invento de la «fachosfera». Estamos, como sostienen algunos analistas, ante un 15-M de la agricultura, un «basta ya» contra el mismo sistema, el poder y sus connivencias. 

La irritación estalla por el continente, de Madrid a Bruselas, de París a Berlín, aunque desde dolencias muy distintas. Muchos de los participantes en las tractoradas son pequeños propietarios, desbordados por papeleos exagerados hasta el ridículo y normativas que comprometen su sustento.

Los gobiernos traspasan responsabilidades y escurren el bulto, no puede pararse la hemorragia con subvenciones: los llamados a tomar el relevo quieren trabajo, no caridad

El aumento de costes y, al mismo tiempo, la presión para no trasladarlos al consumidor final ante una inflación al alza, precipitaron las tensiones. Los productores ven como a menudo han de trabajar a pérdidas o con márgenes risibles. La lucha contra el cambio climático, un objetivo incuestionable, conlleva desequilibrios difíciles de argumentar cuando afectan a los eslabones más débiles de la cadena. Alcanzar los parámetros ecológicos ideales se toma muchas veces como una carrera al sprint, no una maratón. Lo vemos también aquí con la industria. Lograr la neutralidad de emisiones sin comprometer la competitividad económica supone un reto de envergadura. ¿Estamos pecando de optimismo verde? Sin renunciar jamás a luchar por un planeta sostenible, quizá toca reflexionar sobre los ritmos y el coste de las transformaciones, sobre si el afán por colgarse medallas descarbonizadoras con rapidez y quijotismo arrasa de momento más de lo que salva. La Comisión reculó en imposiciones, temerosa del renacer de otro clamor como el de los chalecos amarillos franceses.

Esto viene de lejos, no surgió ayer. Una cosa puede afirmarse: las decisiones sobre el sector precisan de otro enfoque, del ámbito supranacional al autonómico. Los gobiernos escurren el bulto y traspasan al de enfrente responsabilidades. Las soluciones fracasaron. No puede pararse la hemorragia únicamente con subvenciones. Los llamados a tomar el relevo quieren trabajo, no caridad. De desarrollo armónico del territorio, descentralización administrativa, revitalización de las villas, plena cobertura digital de los concejos, supresión de barreras absurdas, simplificación de trámites, gestión eficiente… se habla desde hace mucho, con pasos demasiado cortos. Habrá que acelerar pronto, porque Asturias sin vacas y ganaderos, sin fabes y quesos, no es Asturias.