Un hombre excepcional

La vida de compromiso con sus conciudadanos de un arquitecto único

Martín Caicoya

Martín Caicoya

La imparable emoción de compartir la muerte cuando la sorda tristeza de esa pérdida, de ese desgarro, aflora como un dolor compartido, una condolencia. Se convierte entonces en una pequeña redención y a la vez un consuelo. Nos duele juntos y eso nos une, nos hace más humanos. Da igual que nos sepamos mortales, ni nos acostumbramos ni perdonamos a la muerte. Ahora esa implacable segadora cortó la vida de Ramón inesperadamente. Había empleado cada uno de los días, de los minutos de los 80 años que vivió, en vivir desde ese fenómeno que es ser, habitándose para observar el mundo como si ocurriera por primera vez delante de sus ojos. Por eso hablar con él, estar con él, era una fiesta para los sentidos y la inteligencia. Ramón te descubría los pliegues de la realidad con una inocencia que no parecía impostada, como si lo que veía, y tanto nos enriquecía, estuviera al alcance de todos.

Ramón Fernández–Rañada murió en la mesa de trabajo. El urbanismo era una de sus pasiones, una pasión privada pues prefería, con sus amigos, hablar de sus múltiples aficiones. En su trabajo se concentró en hacernos la vida más agradable, más digna. A él le debemos mucho como ciudadanos. De sus paseos por el litoral asturiano, observando y tomando notas, heredamos su maravillosa conservación. Quedan por ejecutar muchas de sus ideas que ordenaban el paisaje de esta Asturias agonizante. Con sus propuestas, este país ganaría en belleza y habitabilidad y quizá fuera estímulo para detener su sangría. Ramón casi siempre trabajó solo, antes en ese estudio de la calle Fruela donde también dormía en un camastro conventual, después en Arzobispo Guisasola, cuando en su vida de recalcitrante soltero apareció Elena Lobato, su verdadero y quizá único amor, un regalo del azar con el que compartió los mejores años de su vida. Allí, en un cuarto atiborrado de libros y papeles, estudiaba minuciosamente, con esa mirada que nace de la individualidad, los planos y las circunstancias para dar la solución más apropiada al problema urbanístico que se planteaba.

Desde esa fuerte individualidad, Ramón tuvo una vida de compromiso con sus conciudadanos. Se arriesgó en los estertores del franquismo. Fue entonces una respetada figura independiente hacia la que muchos volvían los ojos para encontrar el camino, una referencia en esa ensalada de grupúsculos y partidos que bullían con fuerza e ilusión para romper el manto que nos ahogaba. Su vida pública se redujo cuando la Transición tomó impulso y se volvió a concentrar en el urbanismo, la mejor forma de colaborar en la mejora del bienestar común. Mientras, desarrolló sus múltiples aficiones, desde estudios comparados de la Biblia hasta predicciones climáticas o el registro de uso de los explosivos por parte de los terroristas. Recuerdo el día que Jorge Wagensberg escribió en el País un bellísimo artículo sobre el concierto para violín y orquesta de Beethoven. Leerlo fue un placer exultante, de esos que quieres compartir. El azar hizo que me encontrara con Ramón. A él también le había gustado "Cuando acabé de leerlo, busqué entre mis papeles la partitura". La música era otra de sus aficiones, tenía el mejor equipo que se pueda imaginar y la colección de discos más exquisita. Era un experto en ajedrez. Y sobre todo, la amistad, una amistad sin exigencias, nutrida más de los encuentros casuales que de las citas y compromisos. Hombre solitario y de tertulia que muchos echaremos de menos. Ninguno tanto como nuestra querida Elena, con ella compartimos nuestro dolor.

Suscríbete para seguir leyendo