Martes de Campos Elíseos
La orquesta francesa triunfa en Oviedo con un sólido concierto en el que borda la "Júpiter" de Mozart y la "Heroica" de Beethoven

La Orquesta de los Campos Elíseos, durante su concierto de ayer en el Auditorio de Oviedo. | Luisma Murias / J. Mallada,

El Martes de Campo, festividad venerada por todos los ovetenses, tiene en el pulmón verde de la capital del Principado uno de sus emblemas. En la tarde noche de ayer, al icónico parque se unió esa archiconocida avenida del país vecino que toma su nombre de la morada reservada a los héroes muertos en la mitología griega, pues la penúltima cita de la temporada "Conciertos del Auditorio", ciclo organizado por la Fundación Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Oviedo, recibía a la orquesta de Los Campos Elíseos, de la mano de su fundador y director, Philippe Herreweghe. La fama de la agrupación y el atractivo programa, compuesto por dos de las sinfonías más célebres de la historia de la música, pesaron más que el festivo y el Auditorio registró buena entrada de un público numeroso y muy respetuoso durante las casi dos horas de concierto.
La primera mitad de la velada estaba conformada por la "Sinfonía número 41 en do mayor", más conocida como "Júpiter", de Mozart, donde los franceses evidenciaron, desde el primer compás, su calidad y elevado nivel. No en vano, esta formación, dirigida por toda una leyenda viva como Herreweghe, fue creada para la interpretación, con instrumentos de época, del periodo que abarca los siglos XVIII a principios del XX. Esto supone una sonoridad muy particular y sugerente que cristalizó en un color orquestal repleto de calidez. Delineando bien los diferentes temas y con una textura siempre diáfana que permitía seguir la línea melódica de cada sección, la "Júpiter" se consumió ante un público entregado.
Tras la pausa, la "Sinfonía número 3 en mi bemol mayor" de Beethoven. O lo que es lo mismo, la "Heroica", una obra considerada fundacional del Romanticismo musical. Aquí se agigantó la figura de Herreweghe. El belga, mediante una sencillez pasmosa en la dirección y la gestualidad, guió a los músicos con gran habilidad, demostrando un trabajo minucioso y concienzudo de la partitura beethoveniana.
Ante una orquesta más nutrida, Herreweghe supo imprimir a cada movimiento lo que demandaba: claridad en la invocación del tema en el primero, el dramatismo de la marcha fúnebre en el segundo o la fluidez del Scherzo, todo ello aportando el relieve y la intensidad propios de los cambios forte-piano tan característicos del genio de Bonn.
Gran ovación final para la agrupación francesa y su director que, a pesar de calurosa y prolongada, no se materializó en la ejecución de una propina que el entusiasmado público habría agradecido.
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