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Crítica / Zarzuela

La impecable fluidez de Mario Gas

El cierre de la temporada del género chico en Oviedo

Hay producciones que rechinan incluso antes de ser presentadas, otras en cambio, levantan el telón con la tranquilidad de saber que no perturbarán las ideas que con la lucidez de la inspiración fueron creadas. Si unas rechinan no es solo porque temamos que un planteamiento innovador afecte a principios que alteren la composición de los que esperamos ver sobre el escenario. Si otras son esperadas es, generalmente, porque vienen avaladas por personas solventes en la necesidad de cumplir brillantemente con el encargo artístico encomendado. Ninguna de las dos tiene la aprobación sin exponer un resultado, aunque la segunda tiene, a priori, el compromiso de la solvencia. Esto último es lo que le ha sucedido a esta producción de "La tabernera del puerto" del Teatro de la Zarzuela, vamos, que hasta quien la compra -que no es quien la paga, que somos los contribuyentes ovetenses-, reconoce que lo hace a ojos cerrados. La parte exclusivamente teatral tiene en la obra un peso importante, Mario Gas puso el punto sobre la "i" en una escena impecablemente planteada, todo resultó fluido, naturalmente convincente, el movimiento escénico dinámico. Corre por las venas de Mario Gas el "Simpson" -y por ende toda "La tabernera"-, porque Sorozábal escribió el rol como escribía las arias Mozart, pensando en un cantante, como en la ópera italiana que el éxito de las representaciones iba íntimamente ligado al papel de sus intérpretes, y como en la propia zarzuela, y en este caso fue pensando en el bajo Manuel Gas, su padre. Más solvencia.

Con una escena y un vestuario, más que garantistas plenamente certeros, y no es cuestión de recursos costosísimos para ofrecer una imagen de impacto, como el inicio del tercer acto con los amantes navegando en un mar amenazante y veloces nubes negras con las proyecciones de Álvaro Luna, también un realismo plástico para describir la plaza abierta al mar e iluminada sin sombras como un nublado día del norte peninsular, o una taberna casi cinematográfica en su planteamiento decorativo, vislumbrándose alguna pincelada a lo Zuloaga en el estatismo de alguna imágenes marineras.

En lo vocal indefectiblemente cada palo aguanta su vela y el elenco lo asume con la tranquilidad de un mar con marejadilla. No siempre en la excelencia, pero ese mantenerse a flote escénico y vocal es ya una proeza. Cada cantante sabe que en sus intervenciones centrales -cada uno tiene la suya, muy célebres todas-, son esperadísimas, cada uno lo afronta con sus propios recursos. Como el "Leandro" de Martín Nusspaumer. El propio intérprete eleva, tal vez demasiado, las expectativas en el inicio de su currículum, "posee potencial de estrella, con una voz de tenor que recuerda a Domingo". No fue exactamente lo que nos "recordó" el tenor uruguayo, solvente en su planteamiento canoro, grato y agradable y que, naturalmente, tiene en su "¡No puede ser! Esa mujer es buena", su propio tour de force. Mejor no evocar a los grandes si se quiere disfrutar de esa grata y agradable voz que acarició la romanza sin elevarla a referencia. Ernesto Morillo afronta un rol que, de mano sabemos -el propio cantante y los conocedores de la obra-, que o lo hace un verdadero bajo o no se proyecta la profunda sombra del color vocal necesario cuando afronta "Despierta negro que viene el blanco", y que con un buen canto, como en este caso, eleva o no al intérprete. El protagonismo vocal de "Marola" lo afrontó María José Moreno, con un igualado nivel a lo largo de la función. "En un país de fábula" acaparó, naturalmente, todas las miradas, cantado con incuestionable gusto bajo el discretísimo ropaje, "ppp" en la dinámica orquestal. Acertado en líneas generales el "Abel" de Ruth González. Mención especial para el dúo de actores encomendado a Vicky Peña y Pep Molina. El barítono Javier Franco sabe que en el rol de "Juan de Egía" se reserva una carta para la última romanza del último acto, con lo que no es que vocalmente vaya "in crescendo", es que en ésta echa el resto, y lo aprovechó sobresalientemente, su "¡No! ¡No! ¡No!" es, como diría un jurado televisivo de concurso cazatalentos, un enorme ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Solo con esa interpretación mereció los bravos recibidos.

Óliver Díaz es un gran concertador que combina equilibradamente la atención al foso orquestal con lo que sobre el escenario acaece vocalmente, tanto al marcar las entradas como pidiendo expresividad en determinados momentos, en un rasgo directorial en él casi automatizado, es también Díaz un director atento al detalle, y rítmicamente condujo con la misma suavidad que eficacia una orquesta de impecable afinación. Como procura siempre que la voz figure en primer plano, y como las voces cantantes se movieron -y el coro de Moras-, casi siempre con discreción dinámica, tal vez se echaron en falta algunos momentos de sonoridad orquestal de mayor empaque.

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