Opinión

Mercados gourmet

Ante el debate en torno a la reforma de la plaza del Fontán

¿Qué es la ciudad, sino sus gentes? William Shakespeare

El ermitaño es un cangrejo que utiliza las cáscaras y caracolas que otros animales marinos han fabricado y, a medida que crece, se va metiendo en otras mayores, convirtiéndolas en otra cosa, pero este crustáceo espera a que esos caracoles marinos estén muertos y vacías sus "casas". No mata al ser vivo que hay adentro.

La importancia de los mercados en la ciudad es indiscutible, y más aún en Asturias, donde, gracias en gran parte a "Fábrica de Mieres", se realizaron multitud de edificios, seguidores de Les Halles parisinos y ahora patrimoniales, que fueron aquellos mercados de hierro que José Ramón Fernández Molina y el recordado y querido Juan Moriyón, recogieron en su magnífico libro sobre la "Arquitectura del Hierro" que publicó el Colegio de Arquitectos. Pero el hecho de que tengamos unos cuantos no nos autoriza a no tratarlos con el máximo respeto. ¡Me da una pena, cuando veo en ese libro la foto grande del mercado del pescado de Oviedo, aún con los puestos! No hay ningún otro uso comparable a aquel para el que fue hecho un edificio.

Hace un mes, estuve en la inauguración de la exposición de la Bienal Española de Arquitectura y Urbanismo, en el recién restaurado Mercado de San Agustín en La Coruña (en el piso alto dedicado a estos menesteres, no venta). Este es de hormigón, siguiendo muy de cerca, al de Reims de Maigrot y Freyssinet. La alcaldesa Inés Rey, y también Ruth Varela, presidenta de la demarcación del Colegio de Arquitectos de la Coruña, insistieron en que el mercado recién restaurado, no se debería de convertir en un centro de bares, sino que debería reforzar su venta de productos locales (y podemos hablar aquí de las teorías de km 0, y del apoyo al campo).

Los ejemplos de ocupación hostelera son tantos: el mercado de San Miguel en Madrid, que hasta tiene nombre de cerveza; el del Barranco de Sevilla que gestionaba Fran Rivera, "Paquirri" y al que llamaba "Mercado Gourmet", dándome miedo; el del Norte de Santander, rehecho, y muy entregado a los bares también. En Barcelona, el de Santa Caterina, de Miralles y Tagliabue, es prácticamente todo nuevo, dejando solo una arquería, y en gran parte se dedica a turismo. Otros, como el de la Boquería en las ramblas, tratan de seguir vendiendo comida. Es gracioso tener que decirlo así, pero he visto allí una pollería con un cartel en inglés que decía "no me hagan fotos, yo sólo quiero vender pollos".

En Valencia tenemos el modernista de Colón, precioso, pero totalmente vaciado y renovado como centro comercial y de hostelería (¡parece un Corte Inglés!). Y la gran joya, el Mercado Central, frente a la Lonja, restauración ejemplar de Fernández del Castillo y Paco Hidalgo, que, pese a las presiones constantes, se va manteniendo vendiendo lo que un mercado tiene que vender: comida. Por supuesto, una cosa es que haya uno o dos bares, que den apoyo a la estancia dentro del ámbito mágico del mercado, y se agradece, pero otra cosa es llenarlo de chiringuitos.

Luego está el tema de las dos alturas, ¡nunca funciona!, bueno, no es así del todo, si un centro comercial como Salesas, atravesándolo, la gente ahorra recorrido, se mantiene tras muchos años. Pero ejemplos fallidos son el mercado de Pola de Siero (muy pionero en hormigón en Europa, de Sánchez del Río) que, al restaurarlo, con dos alturas, no se ocupaba arriba, y acabó demoliéndose y utilizándose ahora con actos de todo tipo, de vez en cuando. El del Sur, (del seis de Agosto) en Gijón, incluso poniendo escaleras mecánicas tampoco se aprovecha arriba, y además se carga una de las mayores virtudes de los mercados que es el espacio enorme que tenemos encima dibujado con una ligerísima estructura. Este es otro de los problemas, ¿cómo mantener la estructura si no cumple la normativa actual? Ya que si la rehacemos en realidad se pierde el documento original (aquí entono mea culpa, en alguna ocasión). Lo mismo para mercados que para puentes que tantas veces se cambian los roblonados originales por los atornillados actuales. Y claro, la tentación de rellenar ese espacio de arriba, como la tentación, en tantos otros, de realizar un parking debajo (no parking, no business!), acaban destruyendo la riqueza espacial inicial, que queda como una cáscara vacía.

Luego está el tema de la duración de las obras y la realización de mercados alternativos, "mientras tanto". Ejemplos guapísimos fueron el mercado temporal durante las obras del Barceló en Madrid (Nieto Sobejano), San Antoni en Barcelona... Hay dos problemas, uno es que los comerciantes con más solera, aprovechan el lío para jubilarse. Y los más dinámicos, los que tiran del conjunto, no esperan en una instalación provisional a que se acaben las obras (que siempre se prolongan más de lo previsto), montan un nuevo negocio en los locales perimetrales para mantener la clientela y dividen su fuerza; porque la clientela, que sería el punto dos, busca inmediatamente otras posibilidades cercanas. Sí se puede compaginar venta y obras, es decir turno de mañana para los puestos y trabajo de construcción a partir de ahí, esto permite mantener el organismo funcionando. El mercado forma un ecosistema muy frágil que no podemos estropear con usos turísticos excesivos, ni con obras que cierran los puestos.

Y claro, los supermercados son infinitamente más feos que nuestros edificios patrimoniales del hierro, con una altura que parece que se te cae el techo encima, pero tienen un cajero único para todos, una variedad de productos (que no tanta calidad) y lo que es más importante, lleva menos tiempo realizar la compra, y ahora la gente no tenemos tiempo (es más, gran parte de la compra es a través del móvil). La visita diaria al mercado, desde la introducción del frigorífico, se hizo semanal y la afluencia disminuyó ya hace muchos años. Ya no estamos para un "¿qué te pongo vida?". En realidad, esto hemos perdido de nuestra convivencia, ese contacto más humano, que no recuperamos con hordas de turistas, que vemos formando bálamos por el casco histórico. Nuestros vecinos, los franceses, que tanto valoran los productos cercanos, tienen unos mercados envidiables, nosotros nos encandilamos con franquicias...

En fin, lo que aquí he expuesto, brevísimamente, lo he aprendido con errores en obras, lidiando y riñendo bastante con los comerciantes de los puestos (y escuchándoles), también viajando mucho, y disfrutando de los mercados vivos. Al final, me he dado cuenta de que el mercado no es, ni más ni menos, que sus gentes...

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