Cuando uno vive fuera de su tierra, la publicación del calendario de la categoría en la que juega su equipo de fútbol es un acontecimiento. Es importante que los partidos que se juegan en tu ciudad o en el entorno no coincidan con fiestas, vacaciones o puentes, ya que es bastante probable que te pillen haciendo el camino inverso al de tu equipo. La estadística dice que siempre caerá alguno en la última semana de agosto, el día de Reyes o en plena Semana Santa. Pero es que, incluso para temas de sorteos, somos el Real Oviedo (como cuando nos tocó el Caravaca, que no había punto geográfico más lejano en la península).

Después de maldecir los días en los que no podrá estar, uno se concentra en lo que sí lo hará. Los días previos el teléfono móvil recupera el contacto con personas con las que el principal nexo es el Real Oviedo. "¿Vas a ir al partido?" ¿En qué vas?" "¿Vamos juntos?". Y ahí ya entran en juego las supersticiones. Por ejemplo: un servidor no va en el autobús de la Peña Azul Madrid para evitar gafar el partido.

La sensación de llevar la bufanda de tu equipo por una ciudad que es tu ciudad pero que en realidad no es tu ciudad es un tanto extraña. Una especie de Matrix a la asturiana. Nadie sabe que el mejor equipo del mundo juega en Madrid. Los colores azul y blanco no significan nada para los centenares de personas con los que te cruzarás de camino al campo. Y ahora, en Segunda División, todavía hay algo más de conocimiento, pero en los tiempos de Segunda B era bastante exótico. Una de las ventajas de vivir el Oviedismo en la distancia es que se desarrolla una extraña habilidad para distinguir camisetas del Real Oviedo a centenares de metros, sin el más mínimo riesgo de confundirla con una del Chelsea, por ejemplo. El azul carbayón se lleva en la genética.

Ya en el campo, uno se empieza a sentir menos solo. Incluso en los peores días éramos más de un centenar. Y ahora, que pintan oros, no solemos bajar del medio millar. Lo más bonito de estas jornadas, al menos para mí, es encontrarse con oviedistas que abandonaron hace tiempo su tierra y que han sabido inculcar a sus hijos y nietos el amor por los colores de su equipo. Más que una cuestión de sabiduría, es una heroicidad. En un entorno poblado de equipos que ganan títulos y juegan competiciones internacionales, debe ser muy pero que muy difícil criar a un niño o una niña en un escudo que durante años vagó por categorías regionales.

Y sin embargo, ahí están. Más orgullosos de su equipo que nadie. Llevando a los pequeños con su camiseta y su bufanda, con la ilusión de que se contagien de la misma enfermedad. Algunos aseguran que sus retoños no solo no se dejan convencer en el colegio, sino que son ellos los que convierten a sus compañeros en nuevos oviedistas. Y al final, con derrotas como la del otro día, te pones triste casi más por esos niños que por ti mismo, pero también piensas que este tipo de cosas curten, y que si han decidido seguir siendo del Oviedo en los tiempos en los que nadie hablaba de nosotros, ahora que más o menos va bien la cosa, no se van a bajar del barco. Que los niños no son tontos. Y, sobre todo, que viniendo de familia, este tipo de derrotas así de contundentes y justas no hacen más que reafirmar un sentimiento forjado a base de disgustos, que ya se sabe que son los que más duran.

P.S. Está columna, escrita con la melancolía de la derrota en Alcorcón, está dedicada a todos los que sufren en la distancia con el Oviedín. Como Luis, cuyo despacho en Valencia preside un balón del Real Oviedo y que una vez movió Roma con Santiago para instalar una antena parabólica con el objetivo de ver un partido de Tercera y no lo consiguió. O como Borja, que acaba de fundar una Peña Azul en Ámsterdam y cada domingo nos encoge el corazón cuando hace a través de las redes sociales el resumen del partido.