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Cáritas Siero atiende a 170 familias: “Seguimos notando los efectos del covid”

Manuela Tovar, solicitante de ayuda, llegó a Llanera huyendo de Venezuela, sola y con dos hijas menores, una con un 69 por ciento de discapacidad

Manuela Tovar coge de la mano a Isabel Lozano. | Inés Gago

Manuela Tovar llegó a Llanera con dos hijas y dos maletas, porque era todo lo que le cabía en las manos. Tiene cuarenta y un años, la tez morena y el pelo liso. Nació en Venezuela, donde estudió la carrera de Derecho y trabajaba como fiscal. Emigró “por la situación política del país”, en enero de 2019. Y, así, con casi nada, se presentó ante Caritas Arciprestal de Siero (que abarca también Las Regueras, Llanera, Noreña, Sariego, Nava y Bimenes) para pedir ayuda. Como ella, otras muchas familias; hasta 170 se están atendiendo de manera continua en esta zona, 47 de ellas numerosas, 29 unipersonales y 83 de entre dos y cuatro miembros.

“Seguimos notando los efectos de la pandemia, no nos hemos recuperado”, reconoce Isabel Lorenzo, la coordinadora de Cáritas Arciprestal de Siero, desde el local donde esta la sede, en Llanera. Es cierto que el número de personas que atiende ha disminuido, pero eso se debe, entre otras cosas, a que cada vez se pide más documentación que atestigüe la escasez o carencia de ingresos para la solicitud de ayudas. Y se nota que la falta de trabajo es acuciante. Precisamente, ayuda para encontrar empleo es lo que más se solicita.

Con las dos niñas de la mano, fue lo que pidió Manuela. La familiaridad entre la coordinadora de Caritas y ella es notable. Se cogen de la mano, Isabel le da ánimos y ella responde agradecida. Dice que no sabe qué hubiera hecho si no se hubiera topado con esta organización católica. Porque, además, una de sus hijas, la pequeña, tiene diez años y una discapacidad reconocida del 69 por ciento. Y el tiempo y el dinero no le llegaba para cuidar a su niña. Ahora, hace equilibrios entre guardería y trabajo como puede, con ayuda.

Llegaron a España huyendo de la situación política y la inseguridad de Venezuela. Además, por la inflación, cada vez era más difícil vivir allí. Le gustaba su trabajo: había estudiado Derecho y se había especializado en Derecho Procesal Civil y en Ciencia Penal y Criminológica, y trabajaba como fiscal del ministerio público.

Progresivamente, fue viendo cosas que no le convencían mucho: le pedían que firmase cosas en su nombre a las que no estaba dispuesta y su superior inmediato cada vez le metía más presión. Además, había productos básicos que eran inasequibles para ella. En sus vacaciones, en enero del año 2019, tomó el avión con sus dos hijas y vino a Asturias, donde ya estaba parte de su familia.

El destino fue Gijón, acogiéndose a la Protección Internacional, bajo la figura de “asilo político”. Al principio, la ayudó la asociación Accem. Pero alrededor de marzo de 2020, justo con el inicio de la pandemia, determinaron que su condición no era de refugiada y le dieron la residencia “por razones humanitarias”. Eso le permitía trabajar, pero si lo hacía le quitarían la subvención de la que disponía. Dejó de poder pagar el piso de Gijón y se vio sola – su marido había fallecido en 2014 de manera repentina por un ataque al corazón–, sin trabajo y con dos hijas a su cargo, de las cuales una con el 69 por ciento de discapacidad. Enfermó de ansiedad y depresión.

Entonces, tomó la decisión de mudarse a Llanera, donde residían varias de sus hermanas, y alguna de ellas recibía asistencia de Cáritas. Lo que quería era, sobre todo, trabajar, ganar dinero para costearse la vida, porque tenía a dos niñas a su cargo y muchas necesidades. No fue la panacea, pero sí le dieron soluciones a corto plazo: le buscaron trabajo, primero con ayuda a domicilio y ahora en una residencia de ancianos en la Pola, cubriendo contratos de sustitución por vacaciones. “Lo que más miedo da es la incertidumbre”, reconoce, muy seria. Incertidumbre, eso es lo que no para de vivir todo el rato en los últimos años. Incertidumbre, porque no sabe cuánto le durará el contrato y hasta dónde llegarán los ingresos.

Además, Cáritas también le da una subvención económica que le permite pagar, ahora mismo, el alquiler y la guardería de la niña más pequeña. También recibe alimentos de la parroquia. “Yo no pierdo la esperanza. Si al menos pudiera trabajar en algo más parecido a lo que he estudiado… Si tuviera tiempo para hacer algún curso… Pero es que estoy sola y no puedo”, explica.

Porque su hija mayor ayuda en todo lo que puede, pero a veces no es bastante. Y cuando empiece de nuevo el curso, regresarán los problemas. Por ejemplo, no le cuadran los horarios de la residencia, donde trabaja a turnos, para recoger a su niña pequeña del colegio de Latores. Y a la hija mayor, al ser menor de edad, no se la entregan. “Es que solo me tienen a mí”, afirma contundente. Por eso no pierde fuerza, y piensa en nuevas formas de salir adelante. Además, se muestra agradecida con España por la acogida que le ha brindado. Va con miedo, pero poco a poco.

Aumento de transeúntes

“Nadie está libre de acudir (a Cáritas). Hay situaciones de todo tipo y cualquiera se puede ver en alguna. Y, sobre todo, que nadie deje de acudir: atendemos a personas de todo tipo de religiones, condiciones y etnias”, dictamina tajante Isabel Lozano. Lo que más le preocupa es el aumento de “transeúntes”, palabra referida a personas sin domicilio, que viven en la calle y que atienden de manera puntual (por lo que no tienen datos). Muchos más que antes de la pandemia, sobre todo, porque los albergues están llenos y no hay donde quedarse.

También notó un cambio de perfil en las personas que acuden a Cáritas. Muchas de ellas buscan acompañamiento frente a la soledad y tienen una autoestima muy baja. Hay familias que nunca antes habían acudido, buscando también alguien con quién hablar. Entre ellos, hay una gran cantidad de personas que busca trabajo: han perdido la independencia y tienen que pedir ayuda. Hay muchas situaciones que se agravaron a raíz del covid. “Con los itinerantes, no notamos la disminución”, afirma Lozano. Tiene, también, un proyecto a largo plazo, que persigue el cese de la transmisión intergeneracional de la pobreza. Pero va como Manuela, a la que agarra de la mano en señal de apoyo: poco a poco.

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