Hay estilos más suaves de autoridad democrática, pero un cuarto de siglo largo después ni su peor enemigo dejó de reconocer que había sido un gran alcalde. Traía a España la cultura municipalista francesa de entonces, en la que al final lo más alto a lo que uno podía aspirar era a ser alcalde de su ciudad, e implantó esa autoestima en su villa. Como decía de si mismo un viejo político del tiempo, él tampoco tenía "vergüenza de autoridad", al provenir ésta del pueblo. Teniendo mayoría hizo y deshizo, pero nunca a capricho, sino en pos de unos objetivos de mejora para los más y en general bien asesorado. Aunque parecía que no iba a doblar nunca en sus empeños, al perder mayoría supo hacerlo, pronunciando en el Pleno, en latín, una frase lapidaria: voz del pueblo, voz de Dios. Logró que el diminutivo de familia y partido por el que la gente lo conocía (Manolito) sonara como aumentativo.